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lunes, 6 de marzo de 2017

Ensayo prerevolucionario

Jaime Richart, Antropólogo y jurista


Este trabajo tiene el cometido de ayudarme a poner en orden mis ideas en una época convulsa en la que constantemente a una noti­cia tremenda la sofoca o atenúa otra más tremenda todavía. Y si al­guien desea ayudarme en la tarea, le estaré eternamente agrade­cido…
Me gustaría escribir cantos de alabanza a este país, a los gober­nan­tes y al sistema todo. Sin embargo, a mi país como territorio bella­mente variopinto y a su alegre y hospitalario pueblo se los de­dico en privado, pues públicamente me siento incapaz al pare­cerme a me­nudo a punto de estallar. Por el contrario, a los gober­nantes de toda laya y al sistema como marco de referencia, sólo puedo dedi­carles maldiciones. Y la maldición no se presta a la retórica. Pero que si no puedo escribir ni cantos ni maldicio­nes, tampoco me son posibles análisis sosegados, porque España es un hervidero de conti­nuos escándalos ocasionados por el modo infame de ejercer el poder allá donde se aloja; sea polí­tico, sea el económico, sea el judi­cial o sea el mediático.


Entre la iglesia católica en su versión his­pana, los setenta y ocho políti­cos y empresarios del Opus Dei que son la parte magra de ese po­der, y los gobernantes en general tanto de la derecha ultramon­tana, de la derecha conservadora o de la izquierda con­vencional de estevmomento, el espíritu que sigue presidiendo este país es el de siempre: el espíritu de la regresión. La historia del futuro, si es independiente, ya se encargará de con­tarlo más o menos así…
Quiero decir con esta introducción, que no me es posible escribir po­esía ni componer romanzas ni en un muladar ni en un prostí­bulo…
Porque, a mentes juiciosas amantes de la armonía, de la estética in­temporal y de la ética elemental ese número incontable de escánda­los y su gravedad social nos resulta imposible reflexio­nar con calma, condición indispensable para la reflexión fina y certera. Re­flexionar con buen ánimo y soltura analizando lo ilí­cito o lo sórdido, si lo ilícito o lo sórdido fueran casos aislados, podría ser un deleite para quienes amamos escribir, como gimna­sia mental. Pero como es tanto lo canallesco y tanta la infa­mia, la simple men­ción de cada caso y la valoración de todo en conjunto agudiza nues­tra consternación y la de todos cuantos nos leen, dando al mismo tiempo innecesaria notoriedad a la fe­lonía. Tenemos no obs­tante a veces un señuelo, y es que si nos esmeramos en analizar lo que al fin y al cabo ya está senten­ciado por la opinión pública en buena medida configurada por los medios de comunicación, nos ga­rantiza siempre “tener razón”. Pero inmediatamente el señuelo se convierte en una trampa: nos entristece tenerla.
Cuántos prefiriría­mos no tener razón y que otros pudieran, con razón, decirnos: ¡des­varías! Sin embargo saben que eso no es así, lo mismo que noso­tros, los que analizamos “nuestra” forma de ver la realidad so­cial, la política, la económica, la mediática y la estamental, sabe­mos que es muy fácil precisamente para una mente juiciosa desmon­tar, condenar, afear o destruir metafóricamente a personajes indeseables e ideas -más buen ocurrencias- cocinadas después al hilo de los hechos consumados, para justificarlos, sea desde la gober­nación sea desde el enjuiciamiento de los tribunales. Y al mismo tiempo sabemos, que ese desgranar miserias -al final mise­ria- es algo que ha de provocarnos tedio, pues son pocos los hechos sociales en España que no son horribles, pocos los abusos del po­der que no tienen efectos devastadores, y pocas las ofensas al sen­tido común, tan distante de la inteligencia de los dominadores situa­dos en cualquiera de los estamentos de la sociedad, sólo atenta a favorecer al poderoso o a no perjudicarle demasiado… Por eso, en todo caso en estos momentos lo único que debemos hacer los medi­tabundos es asimilar día a día lo que va sucediendo y va­mos co­nociendo, en espera de que algún día la tempestad se calme y vuelva la serenidad porque hemos tocado fondo… Algo, por cierto, que ahora ni vislumbro.
Porque sabemos que nuestras diatribas caen en saco roto, que no ser­virán para provocar dimisiones que nunca se dan, ni para lo­grar medidas favorables al pueblo que tampoco se dan, ni para cambiar el sesgo de la justicia institucional que escarmiente a los bribones de postín. Por eso yo, personalmente, a veces pienso si no será prefe­rible callar y seguir observando en silen­cio la calle y ese am­biente enrarecido que barrunta noticias siem­pre indignantes sobre injustas sentencias de jueces y tribuna­les y decisiones posteriores so­bre la suerte de personajes innobles ya juzgados pero sin haber sido absueltos, liberados con argucias de chalán. Por ello, cualquier reflexión constructiva ha de soliviantarme más, pues no va acompa­ñada de esperanza en cambios a corto plazo.
Nos enfrentamos a toda una mentalidad, y la mentalidad de perso­nas y pueblos en su conjunto sólo cambia después de mu­cho tiempo. No hay noticia grata ni noticia que contribuya a la es­pe­ranza y mucho menos a la ilusión. Se entremezclan como muy gra­ves hechos realmente insoportables con hechos irrelevan­tes converti­dos en estandarte de colectivos sospecho­sos. Así las cosas, nuestras crónicas y nuestros análisis, si somos sinceros, sirven de muy poco excepto para que la sinergia entre todos los que vivimos indignados se transforme en sinergia de sublevación. Ha llegado un momento en que sobra la retórica y falta acción, pues sólo tiene ya sentido la acción.
Acabo de exponer la razón por la que hace ya mucho tiempo yo, y seguramente muchos espíritus áticos, no deseamos contribuir a la ce­remonia de la confusión y de la anomia (ausencia de reglas y pau­tas en el funcionamiento general de la sociedad) con análi­sis fa­cilones de toda clase, habiendo como hay tanto sociólogo, tanto psicólogo social, tanto politólogo y tanto augur, todos ex­pertísimos en la respectiva disciplina; tantos, que a veces me pre­gunto si no so­bran en la medida que faltan líderes enardecedo­res y activistas de­dicados, no sólo a remover concien­cias en cada esquina sino tam­bién voluntades en cada des­pacho.
Que vivimos momentos pre revolucionarios se infiere de referen­cias históricas. Basta remontarnos a 1680, 1780, 1910 o 1930; las décadas anteriores que gestaron el estallido de la revolu­ción in­glesa, de la revolución francesa, de la revolución rusa y de la gue­rra civil española que culminó en dictadura sangrienta…
Ya sabemos que las épocas y condiciones generales de aquellas so­ciedades no son ni de lejos las mismas, pero si es verdad que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repe­tirla, hay que echarse a temblar. Porque la opresión, otra vez, que sufren grandes masas de población en España y en otras par­tes del mundo occidental precisamente desde la realeza, desde las clases sociales dominantes y desde los gobiernos que las repre­sentan son lo sufi­cientemente agresivas y funestas como para hacernos temer lo peor. Eso que también teme el presidente del gobierno español cuando dice que “o se aceptan las reglas de juego, o habrá problemas”. “Reglas de juego” que están elabora­das por ellos mis­mos que juegan al juego de los disparates y jue­gan además después con las cartas marcadas. Y “problemas” que no pueden interpre­tarse más que como movilizaciones popula­res cada vez màs fre­cuentes y cada vez más virulentas, hasta con­vertirse en sublevacio­nes cada vez en más lugares y cada vez más peligrosas…
Porque si los poderes fàcticos y los poderes institucionales no ad­quie­ren la suficiente consciencia de la envergadura que puede alcan­zar el ánimo levantisco popular (a menos que tengan prepa­ra­dos indecentes instrumentos disuasorios, paralizantes o aniqui­lado­res), el estallido social que planea sobre grandes espacios de este país y del mundo será un hecho; estallido que, dadas las ca­racterísti­cas de las comunicaciones y dada la resolución que aporta todo espíritu rebelde, tiene altas posibilidades de hacer dueños de la situación a los sublevados. Lo que sucedió en Islan­dia. Y ojalá que sea así. Es preciso doblegar a tantos autó­cratas parapetados tras le­yes confeccionadas por ellos mismos o por sus antecesores a su con­veniencia y a la medida de sus inter­eses, y a tantos abusadores de su misma calaña que actúan con si­milares tramas.
Podré estar equivocado, y me alegraría de que ses así, pero lo que podrá negarse es que lo mismo que el pródromo es el males­tar que anuncia la enfermedad o la barrunta, el malestar social existente en el mundo y en todo caso en España por el nefasto pa­pel de la rea­leza y por la no menos nefasta intervención de los gobernantes, de pésimos políticos, de la infame manera de impar­tir los tribunales la justicia y de los poderes financieros y bancarios, no presagia otra cosa que metástasis de un tumor social diagnosticado, a la espera de que alguien le meta el bis­turí para extirparlo…

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