Intencionadamente sin duda, me quiero situar en el doble aspecto, que
incluye el título de este breve artículo: La emigración religiosa por
motivos religiosos de persecución u otros; y la emigración religiosa
implicada en la religiosidad concreta, que emigra con cada emigrante.
Son dos aspectos inseparables de todo movimiento migratorio. Pero
quiero mostrar que será fructífero considerarlos y valorarlos por
separado, para darles toda su importancia y tratamiento necesario.
Porque una cosa es que muchos tengan que emigrar, porque su vivencia
religiosa es demonizada y perseguida en su país. Y otra muy diferente
que todo emigrante, sea cual sea la razón de su desplazamiento, lleva
consigo, con su cultura y modos de vida, su religión de nacimiento.
El que emigra por necesidad de salvar su vida, o su modo de vida,
puede experimentar una sensación de inevitable extrañeza, al encontrarse
con gentes de otra religión. A ello puede agregarse un cierto sentido
de inferioridad, sobre todo en cuanto al número. Inevitablemente
encontrará mayor dificultad para seguir practicando su religión. Puede
experimentar alguna forma de intrusismo o de rechazo en la relación con
la religión mayoritaria del país de llegada. En el fondo, su presencia
está denunciando por sí misma una irregularidad.
He llamado emigración religiosa, también, al hecho de que, con cada
emigrante, la religión que vive le acompaña, le marca de manera
diferente, para ayudarle o para dificultar su aclimatación a la nueva
realidad.
La historia nos da, abundantes, y a veces funestas, muestras de la
crudeza con que la religión ha marcado el encuentro de grupos humanos,
de culturas, y la convivencia misma en zonas del planeta. No solo
escisiones y rupturas; largas y encarnizadas guerras de religión han
denigrado la esencia misma de lo religioso.
Solo encuentro respuesta a esta espinosa realidad en la naturaleza
misma de la religión. Salvo posibles inicios de religiones, originadas
en mentes torcidas y de motivación ventajista, creo que toda religión
brota de la búsqueda de sentido, que el hombre de todos los tiempos
experimenta en su interior. A cuya búsqueda responde alguna forma de
inspiración. En todas las religiones el autor de esta inspiración es el
mismo Dios.
Este hecho universal da a todas las religiones un marchamo único de
legitimidad. De legitimación para abrazarlas y de motivación para
fomentarlas. No entro aquí en la discusión de su verdad/falsedad, que
viene después, marcada por la mentalidad de sus mentores autorizados.
Solo pretendo una sencilla incursión por el talante, que conviene y
será necesario, para que cada emigrante y, con él y por medio de él,
cada religión cumpla de lleno su función: ser emigrante.
Ninguna religión debe estudiarse, alabarse y menos plantearse como la
mejor y, menos aún, la única. Todas son caminos del hombre a Dios.
Todas son invitación de Dios a la plenitud del hombre. Lo mejor, que
pueden hacer las religiones es acercarse mutuamente, conocerse,
valorarse y apoyarse.
Para ello, tienen necesidad absoluta de emigrar de sí mismas. Salir
de sí y entrar a fondo en la oferta de las otras. Conocer lo mejor y
esencial que hay en ellas. Beneficiarse de sus riquezas; son algo que
las otras guardan y no deben negar. Llegar hasta incorporar parte o toda
la riqueza de otra religión es más delicado. Es lo contrario a mi
planteamiento. Lo llaman conversión, pero, salvo casos especiales,
ofrece muchos reparos a un análisis libre. Las motivaciones suelen ser
más de índole externa que interior.
Por eso, mi propuesta es el diálogo del conocimiento y el encuentro
de la búsqueda común. Es el Diálogo – Encuentro Interreligioso. Y este,
en nuestro tiempo, no puede ser una encomiable decisión de unos pocos
llamados a ello. Es necesidad y deber de las jerarquías, en primerísimo
lugar. Tarea que no están, ni de lejos, cumpliendo. De hecho, se
encargan muy bien de cerrar las puertas a este género de emigración. No
les gusta que su religión sea emigrante. Les gusta más que sea
misionera, predicadora de la conversión.
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