Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara
En un simposio sobre el Papa Pablo VI, el presidente de la
Conferencia Episcopal Española, (CEE), cardenal Blázquez, afirmó:
“Francisco, como Pablo VI, sueña con una Iglesia misionera capaz de
cambiar todo”. He oído con frecuencia estos días deseos parecidos, y
presentar planes de pastoral tendientes a ello, a modificar de raíz el
modo y estilo de vida de una ciudad o de una diócesis. Y no cabe la más
mínima duda de que ese deseo, que parece a veces una pura ilusión, se
entronca de lleno con la más auténtica tradición bíblica. Como la que
conecta con la expresión, puesta en la boca de Dios, “Hago nuevas todas
las cosas”. Pero en esta voluntad y proyecto de renovación, da cambio,
de Reforma, veo yo un serio problema, y un óbice que, tal vez, de al
traste con tanta buena voluntad y tan positivos deseos. Y ese obstáculo
no se encuentra fuera, sino bien dentro de la Iglesia. Y si puedo ser, y
quiero serlo, y lo voy a ser, sincero, en el propio departamento de
dirección de la Iglesia: en su Jerarquía.
Ayer leí, y transcribí en mi blog de 21rs, uno de los artículos que
más me ha impresionado y hecho pensar en los últimos diez o quince años.
Su título ya era significativo e insinuante: “¿Tiene la Jerarquía
misericordia del Pueblo de Dios?” (I) Después, a partir de las oraciones
de la misa, va desgranando una lista de contradicciones entre lo que
nos enseña Jesús en el Evangelio, y lo que nos hacen decir, pedir, y
dirigirnos a Dios como a alguien de quien no supiéramos nada, un Dios
“sordo, desatento, airado, cabreado, y reacio a considerar al ser humano
como digno de tener en cuenta”. con fórmulas, como “escucha señor
nuestras súplicas, ten en cuenta nuestra debilidad, no tengas en cuenta
con ira nuestro pecado”, o, una de las cosas que más le irrita, y
reconozco que hace tiempo yo estaba dando vueltas a esa consideración,
ese afán de usar a los santos como intercesores, como que con su ayuda,
intercesión, o influencia, adquiriremos más complacencia del Dios
Todopoderoso. Y no podemos menos de afirmar que, en todas esas cosas,
que otro día detallaré mejor, Jairo tiene toda la razón, y que eon tanto
santo, tanta intercesión, y tanto gritar a Dios para que nos escuche,
estamos dando la espalda al Dios padre de Jesús, que Éste describió, y
enseñó a amar y a mirar con confianza, y a llamar Papá. Y hasta se
pregunta en un arranque literario, ¿Habrán leído nuestros obispos esas
página del Evangelio, o las habrán olvidado?, con esas u otras palabras
parecidas.
Los cristianos, con la fuerza del Espíritu, podemos cambiar,
realmente, el mundo. Es lo que hicieron los primeros cristianos con la
tremenda y poderosa máquina socio-jurídico-económico-militar que
constituía el Imperio Romano. Pero la situación actual es totalmente
diferente, y terriblemente más difícil. En los primeros tiempos de la
Iglesia sus miembros, con su vida y su Palabra, cambiaron a los de
fuera. Hoy es fundamental conseguir un cambio de los de dentro,
comenzando, justamente, por la Jerarquía. Es la tarea que se propuso el
Concilio, que intenta seriamente relanzar el papa Francisco, y que
tendremos que intentar hacer los cristianos si queremos provocar ese
cambio que vemos tan necesario.
Y, según pensamos muchos, y de acuerdo con una atenta lectura, porque
no hace falta más que eso, del Nuevo Testamento, (NT), a la Jerarquía
actual de la Iglesia le cabrían dos tareas urgentes y decisivas: 1ª), si
debería de existir; y 2ª), si continuase, de qué modo y con qué
estilo.
1ª) La pregunta de si debería existir la Jerarquía no es ni frívola,
ni necia, ni descabellada. De la lectura del NT no se deduce, de modo no
evidente, que no, sino suficientemente claro, que la Jerarquía de la
Iglesia fuese algo querido, recomendado, o, mucho menos, ordenado por
Jesús, sino más bien todo lo contrario. No es de mucha lógica que el
mismo que tanto denunció y acusó a los jefes religiosos de su tiempo,
Sumos Sacerdotes, jefes de los fariseos, escribas, levitas, y todo el
cuerpo de “importantes” del entorno religioso de su tiempo, y que
previno a sus seguidores de la “levadura, es decir, de la hipocresía de
los altos jerarcas religiosos”, hubiese insinuado, u organizado el grupo
de sus seguidores, con una jerarquía disciplinada y férrea.
2ª), y de existir ese grupo dirigente en su visión delo Reino de Dios
que preconizaba, no podría ser, con toda seguridad, un cuerpo de poder
como el que conocemos. Fue el mismo Maestro el que afirmó: “los jefes de
las naciones las tiranizan, y oprimen a sus pueblos. Con vosotros, no
sea así, sino el que quiera ser el primero sea el último y el servidor
de todos”. Ni siquiera san Pablo, que parece haber sido el que organizó
las primeras comunidades, pudo nunca imaginar, o soñar en sus peores
pesadillas, una Jerarquía como la que conocemos, con sus privilegios, su
ascendencia y lejanía de la comunidad de hermanos, con sus vestimentas
y protocolos principescos, y la estructura de autodefensa y seguridad
con la que se ha rodeado en la normativa eclesiástica, formulada y
expresada de muchos modos en la organización de la Iglesia, sobre todo
en el cuerpo del Derecho Canónico, y la normativa que cada obispo
organiza en su diócesis. Mientras este estado de cosas, tan visibles y
escandalosas, por antievangélicas, no muden drásticamente en la Iglesia,
es una quimera hablar de energía y posibilidad de cambio y de
transformación del mundo desde la predicación evangélica y el testimonio
vivo de la comunidad eclesial.
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