FE ADULTA
El Catecismo que estudié de pequeño decía que Dios “premia a los
buenos y castiga a los malos”. Pero no concretaba quiénes eran los
buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de pensar es con
frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que Dios
considera buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como
tales.
Dios, un juez parcial a favor del pobre
Esta la imagen que ofrece la primera lectura, tomada del libro del
Eclesiástico. Lo más curioso de este texto es que no lo escribe un
profeta, amante de las denuncias sociales y de las críticas a los ricos y
poderosos, sino un judío culto, perteneciente a la clase acomodada del
siglo II a.C.: Jesús ben Sira. Y la imagen que ofrece de Dios dista
mucho de la que tenían bastantes israelitas. No es un Dios imparcial,
que juzga a las personas por sus obras; es un Dios parcial, que juzga a
las personas por su situación social. Por eso se pone de parte de los
pobres, los oprimidos, los huérfanos y las viudas; los seres más débiles
de la sociedad. Comienza el autor diciendo: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el pobre. Porque
la experiencia de Israel, como la de todos los pueblos, enseña que lo
más habitual es que la gente se ponga a favor de los poderosos y en
contra de los débiles.
Dios, un juez parcial a favor del humilde
El evangelio de Lucas ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo
distinto, sin relación con el ámbito económico. La parábola es fácil de
entender, pero conviene profundizar en la actitud del fariseo.
La confesión de inocencia
Un niño pequeño, cuando hace una trastada, es frecuente que se excuse
diciendo: “Mamá, yo no he sido”. Esta tendencia innata a declararse
inocente influyó en la redacción del capítulo 150 del Libro de los muertos,
una de las obras más populares del Antiguo Egipto. Es lo que se conoce
como la “confesión negativa”, porque el difunto iba recitando una serie
de malas acciones que no había cometido. Algo parecido encontramos
también en algunos Salmos. Por ejemplo, en Sal 7,4-6:
Señor, Dios mío, si he cometido eso, si hay crímenes en mis manos,
si he perjudicado a mi amigo o despojado al que me ataca sin razón,
que el enemigo me persiga y me alcance,
me pisotee vivo por tierra, aplastando mi vientre contra el polvo.
O en el Salmo 26(25),4-5:
No me siento con gente falsa,
con los clandestinos no voy;
detesto la banda de malhechores,
con los malvados no me siento.
La profesión de bondad
Existe también la versión positiva, donde la persona enumera las
cosas buenas que ha hecho. Encontramos un espléndido ejemplo en el libro
de Job, cuando el protagonista proclama (Job 29,12-17):
Yo libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso,
recibía la bendición del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda;
de justicia me vestía y revestía,
el derecho era mi manto y mi turbante.
Yo era ojos para el ciego, era pies para el cojo,
yo era el padre de los pobres
y examinaba la causa del desconocido.
Le rompía las mandíbulas al inicuo
para arrancarle la presa de los dientes.
El orgullo del fariseo
Volvamos a la confesión del fariseo: «¡Oh Dios!, te doy gracias,
porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que
tengo.» Si el fariseo hubiera sido como Job, se habría limitado a las palabras finales: Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Pero
al fariseo lo come el odio y el desprecio a los demás, a los que
considera globalmente pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él
es bueno, y considera que Dios está por completo de su parte.
La humildad del publicano
En el extremo opuesto se encuentra la actitud del publicano. A
diferencia de Job, no recuerda sus buenas acciones, que algunas habría
hecho en su vida. A diferencia del Libro de los muertos y
algunos Salmos, no enumera malas acciones que no ha cometido. Al
contrario, prescindiendo de los hechos concretos se fija en su actitud
profunda y reconoce humildemente, mientras se golpea el pecho: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
En el AT hay dos casos famosos de confesión de la propia culpa: David
y Ajab. David reconoce su pecado después del adulterio con Betsabé y de
ordenar la muerte de su esposo, Urías. Ajab reconoce su pecado después
del asesinato de Nabot. Pero en ambos casos se trata de pecados muy
concretos, y también en ambos casos es preciso que intervenga un profeta
(Natán o Elías) para que el rey advierta la maldad de sus acciones. El
publicano de la parábola muestra una humildad mucho mayor. No dice: “he
hecho algo malo”, no necesita que un profeta le abra los ojos; él mismo
se reconoce pecador y necesitado de la misericordia divina.
Dios, un juez parcial e injusto
Al final de la parábola, Dios emite una sentencia desconcertante: el
piadoso fariseo es condenado, mientras que el pecador es declarado
inocente: Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. ¿Debemos
decir, en contra del Catecismo, que “Dios premia a los malos y castiga a
los buenos”? ¿O, más bien, debemos cambiar nuestros conceptos de buenos
y malos, y nuestra imagen de Dios?
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