Desde los años 70 del pasado siglo, quedó claro para gran parte de la comunidad científica que la Tierra no es solamente un planeta sobre el cual existe vida. La Tierra se presenta con tal balance de elementos, de temperatura, de composición química de la atmósfera y del mar que solamente un organismo vivo puede hacer lo que hace ella. La Tierra no contiene simplemente vida. La Tierra está viva, es un superorganismo viviente, denominado por los andinos Pachamama y por los modernos Gaia, el nombre griego para la Tierra viva.
La especie humana representa la capacidad de Gaia de tener un pensamiento reflejo y una conciencia sintetizadora y amorosa. Nosotros los humanos, hombres y mujeres, damos la posibilidad a la Tierra de apreciar su lujuriante belleza, contemplar su intrincada complejidad y descubrir espiritualmente el Misterio que la penetra.
Lo que los seres humanos son en relación a la Tierra lo es la Tierra en relación al cosmos por nosotros conocido. El cosmos no es un objeto sobre el cual descubrimos la vida. El cosmos es, según muchos cosmólogos contemporáneos, (Goswami, Swimme y otros) un sujeto viviente que se encuentra en un proceso permanente de génesis. Caminó 13,7 miles de millones de años, se enrolló sobre sí mismo y maduró de tal forma que en un rincón suyo, en la Vía Láctea, en el sistema solar, en el planeta Tierra emergió la conciencia refleja de sí mismo, de dónde viene, hacia donde va y cuál es la Energía poderosa que sustenta todo.
Cuando un ecoagrónomo estudia la composición química de un suelo es la propia Tierra la que se estudia a sí misma. Cuando un astrónomo dirige el telescopio hacia las estrellas, es el propio universo el que se mira a sí mismo.
El cambio que esta lectura debe producir en las mentalidades y en las instituciones solo es comparable con el que se realizó en el siglo XVI al comprobar que la Tierra era redonda y giraba alrededor del sol. Especialmente la consideración de que las cosas todavía no están terminadas, están continuamente naciendo, abiertas a nuevas formas de autorrealización. Consecuentemente la verdad se da en una referencia abierta y no en un código cerrado y establecido. Sólo está en la verdad quien camina con el proceso de manifestación de la verdad.
Importa, antes de nada, realizar la reintegración del tiempo. Nosotros no tenemos la edad que se cuenta a partir del día de nuestro nacimiento. Tenemos la edad del cosmos. Comenzamos a nacer hace 13,7 miles de millones de años cuando empezaron a organizarse todas aquellas energías y materiales que entran en la formación de nuestro cuerpo y de nuestra psique. Cuando eso maduró, entonces nacimos de verdad y abiertos siempre a otros perfeccionamientos futuros.
Si sintetizamos el reloj cósmico de 13,7 miles de millones de años en el espacio de un año solar, como lo hizo ingeniosamente Carl Sagan en su libro Los Dragones del Edén (N. York 1977, 14-16), y queriendo solo destacar algunas fechas que nos interesan, tendríamos el cuadro siguiente:
El 1 de enero ocurrió el big bang. El 1 de mayo la aparición de la Vía Láctea. El 9 de septiembre, el origen del sistema solar. El 14 de septiembre, la formación de la Tierra. El 25 de septiembre, el origen de la vida. El 30 de diciembre, la aparición de los primeros homínidos, abuelos antepasados de los humanos. El 31 de diciembre irrumpieron los primeros hombres y mujeres. Los últimos 10 segundos del 31 de diciembre inauguraron la historia del homo sapiens/demens del cual descendemos directamente. El nacimiento de Cristo habría sido precisamente a las 23 horas 59 minutos y 56 segundos. El mundo moderno habría surgido en el segundo 58 del último minuto del año. ¿Y nosotros individualmente? En la última fracción de segundo antes de completar media noche.
En otras palabras, hace solamente 24 horas que el universo y la Tierra tienen conciencia refleja de sí mismos. Si Dios dijese a un ángel: “busque en el espacio e identifique en el tiempo a Denise o a Edson o a Silvia”, con toda seguridad no lo conseguiría porque ellos son menos que un grano de arena vagando en el vacío interestelar y empezaron a existir hace menos de un segundo. Pero Dios sí, porque Él escucha el latir del corazón de cada uno de sus hijos e hijas, porque en ellos el universo converge en autoconciencia, en amorización y en celebración.
Una pedagogía adecuada a la nueva cosmología nos debería introducir en estas dimensiones que nos evocan lo sagrado del universo y el milagro de nuestra propia existencia. Y eso en todo el proceso educativo, desde primaria hasta la universidad
Después, es menester reintegrar el espacio dentro del cual nos encontramos. Mirando la Tierra desde fuera de la Tierra, nos descubrimos como un eslabón de una inmensa cadena de seres celestes. Estamos en una de los 100 mil millones de galaxias, la Vía Láctea. A una distancia de 28 mil años luz de su centro; pertenecemos al sistema solar que es uno entre miles de millones de otras estrellas, en un planeta pequeño pero extremadamente favorecido por factores propicios a la evolución hacia formas cada vez complejas y concientizadas de vida: la Tierra.
En la Tierra nos encontramos en un Continente que se independizó hace cerca de 210 millones de años cuando Pangea (el continente único de la Tierra) se fracturó y adquirió la configuración actual. Estamos en esta ciudad, en esta calle, en esta casa, en este cuarto, y en esta mesa delante del ordenador desde donde me relaciono y me siento ligado a la totalidad de todos los espacios del universo.
Reintegrados en el espacio y en el tiempo nos sentimos como diría Pascal: una nada delante del Todo y un Todo delante de la nada. Y nuestra grandeza reside en saber y celebrar todo eso.
Traducción de Mª José Gavito Milano
No hay comentarios:
Publicar un comentario