Como es sabido, los católicos de mentalidad tradicional están preocupados, incluso asustados, con motivo de la encuesta que el papa
Francisco ha difundido para que los católicos digamos lo que realmente
pensamos sobre los temas relacionados con la familia y que más han dado
que hablar en los últimos años. Algunos han dicho que la encuesta es
sólo para los obispos. Pero no. Que sepamos, hasta este momento, quienes
pueden (y deben) responder, a las preguntas planteadas, somos todos.
Pues bien, si toda la Iglesia tiene la
palabra para decir lo que piensa sobre temas tan debatidos (aborto,
homosexualidad, divorciados, separados, etc, etc.), entonces la encuesta
es más revolucionaria de lo que muchos se pueden imaginar. Y lo es, por
un motivo que seguramente pocos se imaginan.
Me explico. Muchos querrían que haya un papa que, por fin, le diga a la Iglesia, con su autoridad infalible, lo que hay que pensar y hacer en los problemas mencionados, y en tantos otros relacionados con la vida familiar,
sexual…. Temas que son delicados, que tanto preocupan y, sobre todo, de
los que tantísimo se discute, se puntualiza, se duda y por los que se
apasiona la gente. Pues bien, ¿por qué la encuesta, planteada a quienes
tantos discutimos sobre esos asuntos, resulta tan revolucionaria?
El problema de fondo no está en la complejidad de los temas
planteados por la encuesta. El problema adentra sus raíces en un asunto
bastante más complicado. Lo que está en cuestión no es la respuesta que
se pueda – y se deba – dar a cada uno de esos temas. Lo que se va a
poner en cuestión es la respuesta que se pueda – y se deba – dar a los
límites que tiene la autoridad del papa para zanjar, mediante una
definición dogmática, lo que los católicos tenemos que pensar, creer y
vivir en asuntos que tan vivamente nos conciernen. Mi pregunta, después
de leída la encuesta, es la siguiente: si nos atenemos a lo que enseña
el más alto magisterio de la Iglesia, ¿se puede asegurar que el papa
tiene autoridad y potestad sagrada para definir, como “dogmas de fe”,
doctrinas y formas de vida sobre las
que no hay acuerdo entre los católicos, sino más bien una diversidad de
doctrinas y teorías, que han desembocado en profundas divisiones, y
hasta enfrentamientos, ente los mismos católicos?
Como es sabido, la doctrina sobre la infalibilidad pontificia fue
definida en el concilio Vaticano I (en 1870). Las palabras del concilio
fueron éstas: “El Romano Pontífice…. goza de aquella infalibilidad de la
que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la
definición en de la doctrina sobre la fe y las costumbres” (H. Denzinger
– P. Hünermann, nº 3074). Por tanto, según el concilio Vaticano I, la
infalibilidad del papa es la infalibilidad de la Iglesia. Lo cual quiere
decir que el papa, cuando pronuncia una definición dogmática, no
pronuncia una sentencia en cuanto persona privada, sino que expone o
define la doctrina de la fe católica como maestro supremo de la Iglesia
universal. De forma que el papa, lo que tiene, es “el carisma de
infalibilidad de la Iglesia misma”, como dijo el Vaticano II (LG, nº
25).
Por tanto, el sujeto que posee el poder de la infalibilidad es la
Iglesia. El papa posee el carisma de pronunciar esa infalibilidad en
casos y asuntos concretos. En consecuencia, cuando la Iglesia se
encuentra dividida – y hasta enfrentada – en un tema concreto, el papa
no puede zanjar semejante situación echando mano de una definición
dogmática. Para pronunciar una definición infalible, el papa tiene que
tener la razonable garantía de que el tema de su definición es conocido
en la Iglesia y está aceptado por la Iglesia. Ésta es la razón por la
que el papa Pío XII, antes de proceder a la definición de la Asunción de
la Virgen María a los cielos (año 1950), preguntó a todos los obispos
del mundo si en sus iglesias se aceptaba esta doctrina como doctrina
revelada por Dios. Y, cuando obtuvo la respuesta afirmativa de todos,
entonces procedió a hacer la definición dogmática.
Siendo ésta la doctrina y la praxis de la Iglesia católica, no basta
que el papa ponga fin a una controversia para que se pueda hablar de
una definición. Como tampoco es una definición, hablando con propiedad,
el hecho de declarar que un juicio doctrinal es “inapelable” (G. Thils).
Como explicó el relator oficial del Vaticano I, Mons. Grasser, “el
papa es infalible solamente cuando, desempeñando su cargo de doctor de
todos los cristianos y, por tanto, representando a la totalidad de la
Iglesia universal, juzga y define lo que debe ser admitido o rechazado
por todos” (Mansi 52, 1213 C). Y debe ser admitido o rechazado como una
cuestión o verdad de fe.
Todo lo demás, y por más que lo diga el papa, es (y será) un asunto
de obediencia. Pero, como es bien sabido, los asuntos que no pasan de la
obediencia, en aquellos casos en que el sujeto ve en su conciencia que
no tiene por qué obedecer, en tales casos puede (y hasta debe)
desobedecer. Ya que, como bien sabemos (desde la lúcida enseñanza de
Santo Tomás de Aquino (“Sum. Theol.”, 2-2, q. 104, a. 6; a. 5), el
último dictamen de la rectitud de un acto es el dictamen de la propia
conciencia, no la mera y pasiva sumisión.
La consecuencia, que se sigue de lo dicho, es clara. Las preguntas
que propone la encuesta del papa sobre las familia plantean una serie de
asuntos en los que,
ni teológicamente ni desde el punto de vista científico o histórico, hay
consenso en la Iglesia. Son lo que los entendidos denominan como
“quaestiones disputatae” (cuestiones sometidas a discusión). ¿En el
Sínodo de Octubre del año que viene se llegará a un acuerdo unánime en
tales cuestiones? Sería de desear. Pero no es previsible. La
consecuencia será que van a quedar patentes los límites doctrinales que
tiene el poder papal a la hora de zanjar una doctrina discutida.
La unidad de la Iglesia no es uniformidad. La unidad se construye
sobre el respeto, la tolerancia, la bondad y la búsqueda del bien de
todos. Y, por tanto, la unidad se da (y se seguirá produciendo) en la
pluralidad de opiniones, conductas y formas de vida, siempre que sean
opinables dentro del respeto a los derechos de los demás. Si se consigue
mediante la encuesta y el Sínodo que haya más tolerancia, más respeto a
quienes piensan de manera distinta y los que viven de forma diferente,
la Iglesia dará un paso decisivo hacia la unidad que quiso el Señor. Y
si, además de eso, se aclaran determinadas cuestiones, que hoy nos
dividen o nos enfrentan, entonces el papa Francisco habrá hecho una
aportación decisiva (una más) para bien de todos nosotros.
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