60
años no son muchos, pero es como si en ellos me hubiera tocado cambiar
dos veces de era cultural y vivir en mi vida tres culturas distintas,
tres visiones del mundo
y tres paradigmas teológicos. Antes, las eras culturales perduraban
milenios; creíamos que el cielo y la tierra estaban inmóviles, y que
todo debía regirse por un orden inmutable; la Tierra era el centro del
universo, y apenas el sol y la luna giraban lentamente alrededor de
ella, para alumbrarnos de día y acompañarnos de noche y marcar los
ritmos de la siembra y la cosecha.
Pero hoy sabemos que la tierra gira a
30.000 km. por segundo. Todo en el universo –las galaxias quasi
infinitas en número y dimensión, y los átomos quasi infinitos en sus
partículas y ondas y vacíos–, todo está unido con todo,
y todo se mueve y corre vertiginosamente. Es admirable más que
vertiginoso (lo que produce vértigo y estragos es el ritmo del llamado
“desarrollo económico”).
La cultura agraria se ha prolongado durante diez milenios –algo menos
por estas tierras, donde aprendimos más tarde a cultivar la tierra y a
criar animales–. Hace solamente doscientos años nació la era industrial,
y la modernidad con ella. Pero ya estamos en otra era: en apenas
doscientos años, la era industrial se ha transformado en era
postindustrial, la era de la información; paralelamente, la cultura moderna,
caracterizada por la fe laica en la razón científica y en el progreso,
se ha transformado en cultura posmoderna, marcada por el estallido de la
verdad, la fragmentación del saber, la evidencia de la incertidumbre y
el reconocimiento del pluralismo en todos los campos. En apenas doscientos años, hemos pasado de la premodernidad a la modernidad y de ésta a la posmodernidad.
Así pues, en mis 60 años de vida he
conocido tres épocas culturales distintas, muy distintas. Y al decir
“épocas culturales distintas”, me refiero a mi manera de ser creyente,
de sentirme iglesia, de rezar el Credo. Durante casi 20 años, mi fe fue
totalmente premoderna: la tierra el centro del universo presidido por
Dios, Dios era el Ser y el Señor Supremo, la Biblia y los dogmas habían
sido directamente revelados por Dios, lo sagrado era superior a todo lo
profano, ser sacerdote era lo más grande, el pecado mortal lo más terrible, y el papa tenía siempre la última palabra.
El estudio de la filosofía y de la teología trajo consigo la duda, no
exenta de angustias: había que reconciliar –no pocas veces un poco a la
desesperada– la filosofía con la teología, la fe con la razón, el
teocentrismo con el antropocentrismo, el poder de Dios con la libertad
humana, la gracia con la responsabilidad, lo sagrado con lo profano, la
transformación política del mundo con la esperanza del “más allá”, la
verdad con la tolerancia, la religión con la laicidad, la encarnación
única de Dios con el respeto de las religiones no cristianas. Tuve que
modernizar mi Credo.
Pero para cuando creí haberlo logrado más o menos durante mis cuatro
años del Instituto Católico en París, otro mundo se me abría, o más bien
se me imponía. Uno de los detonantes decisivos fue el proceso de
elaboración de la tesis doctoral sobre la relación del cristianismo con
otras religiones a partir del teólogo suizo Hans Urs von Balthasar. Tres
mundos se confrontaron entre sí dentro de mí: la teología básicamente
premoderna de Von Balthasar (el cristianismo es la única religión
revelada o al menos la única religión de la encarnación histórica de
Dios), la teología moderna de Rahner (el cristianismo es la culminación
histórica de la revelación y de la encarnación de Dios, que se da
también en las otras religiones) y la teología claramente “posmoderna”
de Panikkar (Dios tiene muchos nombres y se encarna de muchas maneras en
todas las culturas y religiones). Opté por el tercer modelo más que
nada porque los otros me encerraban en un callejón sin salida y sin
respiro. Pero el paradigma pluralista era también a su vez como un salto
en el vacío, de modo que no había paz en mí (tampoco la hubo en el
tribunal ante el que presenté la tesis, en enero de 1991).
En los años posteriores fui buscando dando forma a un paradigma
teológico radicalmente pluralista, un paradigma ecológico y
liberacionista: Dios no es un Ente, es el alma y el corazón del universo
en expansión y en creación permanente sin centro alguno; es el Espíritu
o la Ruah de la paz y del consuelo, que gime en la humanidad y en todas
las criaturas, hasta la plena liberación, hasta la plena creación.
Nuestra especie humana Homo Sapiens, aparecida hace nada más que 200.000
años en este precioso planeta verde y azul, no es ni el centro ni la
cima de la creación, ni siquiera el centro y la cima de este planeta,
sino que es –nada más ni nada menos– una manifestación maravillosa y
todavía inacabada de la creación en marcha, con un triple cerebro –de
reptil, mamífero y humano– no muy bien coordinado entre sí, que no le
permite más que una conciencia aún muy dormida y una paz muy frágil; un
día desaparecerá, como todas las demás especies, pero seguirá
desarrollándose la vida en la Tierra (y en otros planetas probablemente,
aunque todavía nada podemos saber).
¿Y Jesús? Jesús –¡bendito sea!– es un individuo admirable de esta
nuestra pobre y maravillosa especie humana; fue y sigue siendo –porque
la Vida que se da no muere– profeta o sacramento o símbolo o encarnación
de la Compasión liberadora y creadora; vivió la indignación y la paz,
la rebeldía y la esperanza; no le importó la religión, sino la
misericordia; no le importó la culpa, sino la curación; él no se opone
ni excluye ni incluye a ningún otro sacramento de la Compasión divina, y
será plenamente Cristo o Mesías o liberador, en comunión con todos los
profetas y liberadores del pasado y del futuro, cuando todos los sueños
que él llamaba “reino de Dios” se cumplan del todo. Mientras tanto, la
vida en la Tierra seguirá; tiene aún por delante miles de millones de
años, y muchísimo más en otras galaxias y planetas; y quiero pensar que
aquí o en otro lugar aparecerán especies que puedan y acierten a vivir
mejor que nosotros, en una paz más estable y en una armonía mayor
consigo mismo y con todos los seres, para gloria de la Vida o de Dios.
En eso estoy, ahí me muevo. Nunca había pensado en publicar un
librito como éste, hasta que Credo Ediciones se empeñó en ello hace un
par de meses, a raíz de mi artículo “100 días de papado” sobre el papa
Francisco, de apenas dos páginas. Siguiendo su invitación, he reunido
aquí diversos textos, la mayoría de ellos no publicados todavía en forma
impresa. Si a alguien le pudieran servir de algo, debe agradecérselo a
la casa editorial.
“Mi Iglesia y mi Credo”: el título es cuando menos equívoco, y puede
parecer presuntuoso. No son de ningún modo “mi” Iglesia ni “mi” Credo.
No soy fundador de nada. Los artículos posesivos están de sobra. Y, sin
embargo, ¿cómo ser Iglesia hoy si no es buscando ser libre, y cómo rezar
el Credo de siempre si no es con aquellas palabras que a cada uno nos
lleven hoy realmente a vivir?
(Tomado del Prólogo de José Arregi, Mi Iglesia y mi Credo.
Reflexiones sobre un cristianismo creíble para hoy, Credo Ediciones,
Berlín 2013, pp. 3-6).
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