* Sacerdotes diocesanos de Gipuzkoa, Por
Patxi Aizpitarte, FÉlix Azurmendi, Jesús Mari Arrieta, José Ignacio
Eguskiza, Jon Etxezarreta y José Ramón Treviño
Viernes, 22 de Noviembre de 2013
LOS medios de comunicación
se hacían eco estos días del discurso inaugural pronunciado por usted
el pasado lunes, 18 de noviembre, como presidente de la Conferencia
Episcopal Española (CEE), en su CII Asamblea Plenaria. Tomando como
marco y punto de referencia el Año de la Fe (a punto de ser clausurado) y
el Plan Pastoral ligado a él, vuelve a insistir recurrentemente sobre
una serie de temas problemáticos y delicados, tomando una postura
claramente partidista sobre ellos. Nos referimos, sobre todo, al tema de
la unidad del Estado español y, con él, al asunto de las víctimas del
terrorismo y del conflicto violento que hemos vivido, y la
beatificación, el pasado 13 de octubre en Tarragona, de 522 mártires de
la Guerra de 1936.
Es sabido que usted se encuentra en la recta final de su
mandato como presidente de la CEE y a pocos pasos de su jubilación
episcopal. Por eso, su discurso toma un relieve especial. Ha sido
percibido como un toque de atención y una llamada a cerrar filas ahora y
en el futuro en torno a estas cuestiones, que juzga como preocupantes.
No le negamos el derecho a hacerlo, pero reivindicamos al mismo tiempo
el derecho a discrepar honestamente de sus ideas y a expresar
públicamente las nuestras; ya que los criterios morales, de justicia y
pastorales que usted esgrime no tienen categoría doctrinal ni están
refrendados por el magisterio último de la Iglesia. Aunque Ud. los
califique de criterios "prepolíticos", a nuestro entender son más bien
abiertamente políticos y partidistas, muestran una precomprensión
ideológica definida y producen un malestar manifiesto en no pocos
ciudadanos y creyentes.
A la hora de abordar el momento actual de nuestra sociedad y
sus implicaciones humanas y morales, usted se muestra hondamente
preocupado ante la posible ruptura de "la unidad fraterna entre todos los
ciudadanos de las distintas comunidades y territorios de España, con
muchos siglos de historia común". Y señala que "la unidad de la nación
española es una parte principal del bien común de nuestra sociedad que
ha de ser tratada con responsabilidad moral"; perteneciendo
necesariamente a esta responsabilidad "el respeto de las normas básicas
de la convivencia -como es la Constitución española- por parte de
quienes llevan adelante la acción política".
Lo que es verdaderamente preocupante es la cerrazón ideológica
que usted muestra, alineándose y bendiciendo los postulados más
radicales del nacionalismo español, defendiendo la unidad de España como
parte principal del bien común de nuestra sociedad y consagrando la
Constitución española como norma intocable de convivencia que todos
debemos aceptar y acatar.
Señor Rouco, usted sabe bien que ni la unidad de España ni la
Constitución española del año 1978 son dogmas políticos y menos
eclesiales, sino cuestiones abiertas que en el futuro pueden adquirir
formas bien diversas. Por favor, no nos haga usted comulgar con ruedas
de molino. Nuestra posición al respecto es la que fijaron los obispos de
la Comunidad Autónoma del País Vasco en su Carta Pastoral Preparar la Paz (29-V-2002):
"Mientras los modelos políticos respeten los derechos humanos y se
implanten y mantengan dentro de cauces pacíficos y democráticos, la
Iglesia no puede ni sancionarlos como exigencia de la ética ni
excluirlos en nombre de ésta. En consecuencia, ni la aspiración
soberanista, ni la adhesión a un mayor o menor autogobierno, ni la
preferencia por una integración más o menos estrecha con el Estado
español son, en principio, para la Iglesia dogmas políticos que
requieran un asentimiento incondicionado" (n. 6).
No puede pretender solucionar el
problema condenando o borrando de un plumazo las opciones que no
coinciden con sus criterios ideológicos. No detenta usted el monopolio
hermenéutico sobre la Doctrina Social o Moral de la Iglesia
No habrá verdad
Entre las ciudadanas y ciudadanos del País Vasco y Cataluña
coexisten sentimientos de pertenencia o identidades nacionales total o
parcialmente contrapuestas y, a veces, hasta conflictivas, y usted no
puede pretender solucionar el problema rechazando, condenando o borrando
de un plumazo aquellas opciones que no coinciden con sus criterios
ideológicos. No es usted quien detenta, ni mucho menos, el monopolio
hermenéutico sobre la Doctrina Social o Moral de la Iglesia. En el
Pueblo de Dios y en nuestra Iglesia concreta hay diferentes
sensibilidades, concepciones y criterios a la hora de interpretarla y no
necesitamos ni su tutela ni su intervencionismo para traducirla a
nuestra realidad eclesial y social. Nuestra sociedad se caracteriza,
entre otras cosas, por disponer de una cultura política sensiblemente
superior a otras latitudes del Estado,
el pluralismo ideológico forma parte de nuestra realidad política y
como creyentes hemos hecho un verdadero esfuerzo para ser cristianos
adultos y responsables. No nos dicte usted, pues, nuestro
posicionamiento sobre cuestiones que dependen de nuestra propia
conciencia, elaboración y decisión personal.
En su discurso mostraba también preocupación ante "las heridas
causadas por el terrorismo a tantas víctimas y a la sociedad entera",
proponiendo una sanación de tales heridas a través "del arrepentimiento,
del propósito de la enmienda y de la satisfacción de las victimas".
Aunque usted no hable de pacificación, normalización y reconciliación,
todos sabemos que después de un conflicto violento y destructivo de
varias décadas, con actuaciones de tipo terrorista por medio, la
reconciliación se hace un objetivo inexcusable. Si esta no contara con
las víctimas, no las reconociera ni tratara de reparar en lo posible las
pérdidas que han sufrido, sería deficitaria e inhumana. No tendría
mucho recorrido humano y social. No habrá, en efecto, verdadera
reconciliación sin un tratamiento sereno, razonable e inclusivo del
sufrimiento de todas las víctimas.
Usted maneja, en cambio, un criterio selectivo, parcial y
exclusivo de las víctimas. Se refiere solamente a las víctimas causadas
por los atentados terroristas de ETA, pero están también ahí las
victimas originadas por la actuación represiva de las fuerzas de
seguridad o de la guerra sucia de grupos como el GAL. Ud reduce
la denominación de "víctimas" a una parte, realmente importante y
mayoritaria si se quiere, pero una parte solamente del conjunto de todas
ellas. Incluir no equivale a equiparar, pero diferenciar tampoco puede
llevarnos a excluir. En una visión inclusiva, tendríamos que considerar
como "victimas" a todas aquellas personas que han tenido la experiencia
personal o familiar de un sufrimiento injusto, hondo, grave e incluso
irreversible provocado por la confrontación violenta padecida a lo largo
de estas décadas. Un sufrimiento que va más allá del signo u origen de
esta violencia. Esto obliga a abordar el tema de las víctimas teniendo
presente en su totalidad, el amplio y variado "mapa del sufrimiento"
injusto originado por el conflicto violento y terrorista vivido.
Con los mártires le pasa lo mismo que con las víctimas: reduce
la categoría y compleja realidad de los mártires de la guerra pasada a
los testigos de la fe que fueron sacrificados en el llamado "bando
nacional". Pero también en el bando republicano, nacionalista o
socialista fueron asesinados innumerables personas de buena fe y
creyentes cabales. En nuestra tierra tenemos testimonios admirables de
un buen número de sacerdotes, laicos y religiosos sacrificados. ¿Por qué
beatificar a unos e ignorar a otros?
Beatificaciones masivas como la última de Tarragona llevan a
potenciar una memoria eclesial colectiva de corte parcial y selectivo,
suponen un agravio hacia las víctimas y los mártires relegados al olvido
y refuerzan la convicción del apoyo ofrecido por buena parte de la
jerarquía episcopal y el nacional catolicismo español al franquismo
durante la guerra y tras la contienda.
Señor Rouco, creemos que su intervención no ha sido acertada y
en nada contribuye a restañar heridas y a asentar la convivencia
socio-eclesial. Ha sido, más bien, una oportunidad perdida para
ayudarnos a ser, como creyentes y según las palabras del Papa Francisco,
"fermento de esperanza y artífices de hermandad y solidaridad" en
nuestra sociedad.
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