En
estos seis meses y medio, desde la elección del papa Francisco, en más
de una ocasión he expresado mis reservas ante la euforia papista que se
ha propagado en los sectores más abiertos e innovadores de la Iglesia
Católica. Comprendo su alegría y la comparto, pues volvemos a respirar aire fresco.
De nuevo podemos decir sin arrogancia y sin complejo: “Somos Iglesia de
Jesús, compañera de los hombres y mujeres de hoy”. Sin embargo…
Sigo teniendo muchas dudas de que vaya a
darse durante este papado la reforma estructural de fondo que considero
indispensable: el desmantelamiento del papado como institución medieval
absolutista, producto y garantía a la vez, cúpula y cimiento, del
arcaico edificio jerárquico que es esta Iglesia. La reforma exigiría la
derogación de dos dogmas del Concilio Vaticano I (1870): la
infalibilidad del papa y su “primado”, es decir, el poder absoluto para intervenir en todas las
iglesias y decidir todos los asuntos. Exigiría, en definitiva,
desclericalizar la Iglesia o, simplemente, asumir la democracia, de modo
que el “sacerdote” (presbítero, obispo o papa) pase a ser servidor/a de
la comunidad, elegido/a y controlado/a por la propia comunidad. ¿Quiere
y puede, o puede y quiere este papa llegar a tanto? Pues con menos todo
quedará en el aire.
Dicho eso, reconozco con mucho gusto
que la reciente entrevista del papa Francisco a la revista Civiltà
Cattolica me conmovió. “En esta vida –dice ahí–, Dios acompaña a las
personas y es nuestro deber acompañarlas a partir de su condición. Hay
que acompañarlas con misericordia”. Y añadía que estaba pensando en una
mujer divorciada que había abortado. Una mujer herida como tantas.
Ahí habla el jesuita que ha aprendido de San Ignacio
y ha enseñado a hacer las paces consigo mismo en la primera semana de
los Ejercicios Espirituales: como eres y como estás, sábete, siéntete
dulcemente acogida/o, tiernamente querido/a. Ahí habla el franciscano.
Se conoce una carta escrita por Francisco de Asís a un Ministro o
Superior de los hermanos, donde le dice: “Que no haya ningún hermano en
el mundo, por pecador que sea, que no encuentre misericordia mirando a
tus ojos. Atiéndelo con misericordia, como querrías tú que se hiciera
contigo si te hallas en una situación semejante”. Ahí habla el discípulo
de Jesús, que dijo: “No necesitan de médico los sanos, sino los
enfermos”. ¡Gracias, papa Francisco!
Nada de cánones y culpas, confesiones y penitencias. Es el dogma de
la acogida. Es el primado de la misericordia. Es la infalibilidad de la
gracia. Eso es Jesús. Eso es Evangelio. Eso es “Dios”: dulce misterio de
pura acogida en el corazón de cada ser, Corazón en el que todo es
acogido como es y así transformado. Eso es la Iglesia, y todo lo demás
le sobra. Eso es lo humano, y lo demás son etiquetas.
Sí, es lo humano simplemente. ¡Ojalá fueran más humanos tantos que se
jactan de haberse liberado de la Iglesia, de su moral estrecha y de
toda religión en nombre del humanismo, pero luego muestran poca
indulgencia con la gente herida. Una divorciada, por ejemplo, o una
mujer que ha abortado. ¿Quieres ser humano/a? Acoge y acompaña con bondad al herido. Que sus ojos encuentren misericordia en los tuyos.
Así es como habla este papa. No quiso llamarse León XIV, ni Gregorio
XVII, ni Juan Pablo III, ni Benedicto XVII. Quiso llamarse Francisco,
como el Poverello de Asís, el “hermano menor” de todos, y cada mes que
pasa deja más claro que la misericordia es su criterio y su programa de
acción. Eso es lo esencial. Y nos alienta saber que posee todo el poder
para reformar la Iglesia, y hacer de ella solamente testigo de la
misericordia. Sí, el poder del papa es hoy motivo de esperanza, pero el
poder del papado es, para mañana, justamente el problema: el próximo
papa, dentro de diez años, podrá ejercer su poder absoluto para ahogar
el ánimo eclesial que Francisco nos ha devuelto. Que desaparezca en la
Iglesia el poder absoluto, para que perdure el primado de la
misericordia.
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