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sábado, 5 de octubre de 2013

Una Iglesia de misericordia Joxe Arregi, teólogo

En estos seis meses y medio, desde la elección del papa Francisco, en más de una ocasión he expresado mis reservas ante la euforia papista que se ha propagado en los sectores más abiertos e innovadores de la Iglesia Católica. Comprendo su alegría y la comparto, pues volvemos a respirar aire fresco. De nuevo podemos decir sin arrogancia y sin complejo: “Somos Iglesia de Jesús, compañera de los hombres y mujeres de hoy”. Sin embargo…
Sigo teniendo muchas dudas de que vaya a darse durante este papado la reforma estructural de fondo que considero indispensable: el desmantelamiento del papado como institución medieval absolutista, producto y garantía a la vez, cúpula y cimiento, del arcaico edificio jerárquico que es esta Iglesia. La reforma exigiría la derogación de dos dogmas del Concilio Vaticano I (1870): la infalibilidad del papa y su “primado”, es decir, el poder absoluto para intervenir en todas las iglesias y decidir todos los asuntos. Exigiría, en definitiva, desclericalizar la Iglesia o, simplemente, asumir la democracia, de modo que el “sacerdote” (presbítero, obispo o papa) pase a ser servidor/a de la comunidad, elegido/a y controlado/a por la propia comunidad. ¿Quiere y puede, o puede y quiere este papa llegar a tanto? Pues con menos todo quedará en el aire.
Dicho eso, reconozco con mucho gusto que la reciente entrevista del papa Francisco a la revista Civiltà Cattolica me conmovió. “En esta vida –dice ahí–, Dios acompaña a las personas y es nuestro deber acompañarlas a partir de su condición. Hay que acompañarlas con misericordia”. Y añadía que estaba pensando en una mujer divorciada que había abortado. Una mujer herida como tantas.
Ahí habla el jesuita que ha aprendido de San Ignacio y ha enseñado a hacer las paces consigo mismo en la primera semana de los Ejercicios Espirituales: como eres y como estás, sábete, siéntete dulcemente acogida/o, tiernamente querido/a. Ahí habla el franciscano. Se conoce una carta escrita por Francisco de Asís a un Ministro o Superior de los hermanos, donde le dice: “Que no haya ningún hermano en el mundo, por pecador que sea, que no encuentre misericordia mirando a tus ojos. Atiéndelo con misericordia, como querrías tú que se hiciera contigo si te hallas en una situación semejante”. Ahí habla el discípulo de Jesús, que dijo: “No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos”. ¡Gracias, papa Francisco!
Nada de cánones y culpas, confesiones y penitencias. Es el dogma de la acogida. Es el primado de la misericordia. Es la infalibilidad de la gracia. Eso es Jesús. Eso es Evangelio. Eso es “Dios”: dulce misterio de pura acogida en el corazón de cada ser, Corazón en el que todo es acogido como es y así transformado. Eso es la Iglesia, y todo lo demás le sobra. Eso es lo humano, y lo demás son etiquetas.
Sí, es lo humano simplemente. ¡Ojalá fueran más humanos tantos que se jactan de haberse liberado de la Iglesia, de su moral estrecha y de toda religión en nombre del humanismo, pero luego muestran poca indulgencia con la gente herida. Una divorciada, por ejemplo, o una mujer que ha abortado. ¿Quieres ser humano/a? Acoge y acompaña con bondad al herido. Que sus ojos encuentren misericordia en los tuyos.

Así es como habla este papa. No quiso llamarse León XIV, ni Gregorio XVII, ni Juan Pablo III, ni Benedicto XVII. Quiso llamarse Francisco, como el Poverello de Asís, el “hermano menor” de todos, y cada mes que pasa deja más claro que la misericordia es su criterio y su programa de acción. Eso es lo esencial. Y nos alienta saber que posee todo el poder para reformar la Iglesia, y hacer de ella solamente testigo de la misericordia. Sí, el poder del papa es hoy motivo de esperanza, pero el poder del papado es, para mañana, justamente el problema: el próximo papa, dentro de diez años, podrá ejercer su poder absoluto para ahogar el ánimo eclesial que Francisco nos ha devuelto. Que desaparezca en la Iglesia el poder absoluto, para que perdure el primado de la misericordia.

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