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La Iglesia quiere elevar a la dignidad de mártires a 500 españoles,
que según la Jerarquía, dieron sus vidas como testimonio de su fe. No se
trata, dice el portavoz de la Conferencia Episcopal,
de resucitar viejas heridas, sino de enmarcar sus vidas en la
Constitución que surgió de la transición. Se confirma así la capacidad
anfibia de la Iglesia para estar al lado de quien da un golpe militar y
al lado de una Constitución emanada de la voluntad democrática de un
pueblo.
Quinientos españoles que cayeron por
Dios y por España y que se han ganado a pulso la dignidad del martirio.
Letras negras sobre mármol blanco por todas las
Iglesia de los pueblo españoles. Monumentos a los caídos. Calles
dedicadas a los caídos. Cristos caídos de la cruz como símbolo de los
caídos por los campos. España entera fue una gran caída. Caídos por
Dios. ¿Qué Dios? ¿El que ungió por su gracia a un Caudillo sanguinario,
que fusiló a miles de hombres y mujeres contra las paredes blancas de
los cementerios? ¿El que aprovechó la ocasión para que la que dice ser
su Iglesia se beneficiara de enormes privilegios? ¿El que convirtió un
alzamiento militar contra el poder legítimamente constituido en una
cruzada para derrocar el marxismo? ¿El que se convirtió en cómplice,
Dios de derechas, de ultraderechas, Dios antirrepublicano? ¿El Dios con
fajín de Capitán General con mando en plaza? ¿El Dios que guiaba la mano
de quien firmaba sentencias de muerte? ¿El Dios del Cardenal Gomá, de
Guerra Campos, de Cantero Cuadrado saludando, brazo en alto, el paso
alegre de la paz? ¿El Dios que bendecía el incienso que acompañaba al
Generalísimo bajo palio?
Yo pido, exijo, que alguien nos explique de qué Dios hablamos. Y que el portavoz de la Conferencia episcopal me diga
si morir por ese Dios es un testimonio vivo y profético de la fe o es
más bien una lacra por la que se debería pedir perdón a toda la sociedad
española. ¿Qué dice la Iglesia de esos miles de españoles que fueron
destruidos porque no eran dignos de vivir en el glorioso movimiento
nacional y que ni siquiera fueron enterrados dignamente? ¿Qué es de
aquellos que cayeron emparedados entre una bala asesina y una absolución
salvadora? “Los otros santos, los otros mártires”, les llama María
Antonia Iglesias.
¿Qué es de nosotros, los que
estamos vivos, los que vivimos entonces, soportando el desprecio de
sotanas y uniformes, almas lastimadas, libertades perseguidas, vidas
emigradas, nostalgias en la espalda, castradas mentes, fusiladas
libertades? Caídos por Dios y por España. ¿Qué España? ¿La España
hermética, cerrada sobre sí misma, aislada de la realidad del mundo
y de la historia, la odiada por el resto de naciones libres, la
arrinconada contra los márgenes del mundo, la aislada intelectualmente,
la vaciada de talentos que tuvieron que huir a otras tierras, la
mediocre, la señalada como paredón de Europa? ¿Mártires los que murieron
por ese Dios y esa España? Qué visión tan ruin del martirio, de la fe y
de la voluntad transformadora del mensaje evangélico.
La Iglesia, no sólo apostató de su misión abrazándose con repugnante
concupiscencia al brazo demoledor de Franco, sino que hoy persiste en
esa apostasía ostentando un orgullo hedonista. Desde su blasfemo
orgullo, tan lejano de una humildad que pida perdón desde una cruz
gloriosa de resurrección, la Iglesia secuestra nuevamente a un Dios que
pertenece a todo el que quiera acercársele como prójimo del tiempo y del
amor.
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