Los obispos se empeñaron en hacernos creer que se trataba de un acto
puramente religioso sin connotación política alguna. Los hechos, empero,
se encargaron de desmentir tamaño espejismo. En la ceremonia volvieron a
unirse en santa alianza, como tantas veces en la historia de España,
los diferentes poderes religiosos, políticos y militares.
En el altar estaba el poder religioso episcopal liderado por el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación de los Santos,
en torno al que se reunía una importante representación del episcopado
español. Presencia no disimulada en la primera fila tuvieron las
autoridades civiles. En representación del Gobierno de la Nación estaban
dos políticos fervientes y confesos católicos, el ministro de Justicia,
Alberto Ruiz Gallardón, que legisla con el asesoramiento de los
obispos, y el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, destacado
miembro del Opus Dei. Junto a
ellos en un lugar bien visible se encontraba la tercera autoridad del
Estado, el presidente del Congreso de los Diputados Jesús Posada.
También la Generalitat de Catalunya
estaba representada al más alto nivel por su presidente Artur Mas. No
faltó el Ejército que contó con la presencia del inspector Ricardo
Álvarez-Espejo. ¿Puedes haber un acto más político?
De nuevo la jerarquía católica española volvía a apoyar de manera
ostensible, en un acto de clara connotación nacional-católica, a los
vencedores con olvido de los vencidos, como ha venido haciendo durante
siglos, y de manera especial en los últimos setenta años de nuestra
historia. Tras el establecimiento democrático de la República, los
obispos españoles, con honrosas excepciones, recurrieron a todo tipo de
ardides para deslegitimarlo. Luego colaboraron con los sectores
políticos reaccionarios para derrocarlo apoyando a quienes dieron el golpe de Estado
y provocaron una guerra incivil, que se saldó con un millón de muertos y
que los obispos pronto calificaron de Cruzada para más fácilmente
justificar su postura favorable al general Franco.
Durante cuarenta años legitimaron la dictadura de diferentes formas,
siendo la más políticamente significativa la firma del Concordato entre
la Santa Sede y el Gobierno español en 1953. En un acto de amnesia
colectiva guardaron un silencio sepulcral sobre los cientos de miles de
represaliados de la dictadura. Y no porque desconocieran la masiva
represión. Claro que la conocían, y de primera mano, ya que los
capellanes de las cárceles estaban prestos a atender ¿cristianamente? a
los condenados, sin levantar la voz para denunciar los crímenes del
dictador contra personas inocentes y sin mostrar el más mínimo sentido
de compasión con las víctimas, como era de esperar de quienes se
llamaban seguidores de Jesús de Nazaret.
Cuando, se aprobó tardíamente y con muchas restricciones- todo hay que
decirlo-, la ley de Memoria Histórica, los obispos la calificaron de
selectiva y excluyente, cuando se trataba de un acto de justicia y de
rehabilitación de las víctimas sometidas durante décadas al desprecio,
el escarnio y el olvido, muchas veces con la complicidad de algunos
sectores de la Iglesia católica. Mientras tanto, con el apoyo
incondicional de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, iniciaron una
apresurada y masiva campaña de beatificaciones y canonizaciones de los
mártires de la Cruzada. ¿No era esa campaña un acto de memoria selectiva
y excluyente? Juan XXIII y Pablo VI, conscientes de que acciones de ese
tipo no contribuían al diálogo y a la reconciliación, se negaron a
apoyar dichas iniciativas.
Han pasado casi cuarenta años de la muerte de Franco y todavía los
obispos españoles no han dado muestra colectiva alguna de
arrepentimiento y de petición de perdón por su colaboración en el
derrocamiento de la República, el apoyo al golpe de Estado de 1936, la
legitimación de la dictadura y su falta de compasión con las víctimas de
la represión franquista. Todo lo contrario: han hecho oídos sordos a
las demandas en esa dirección que vienen de sectores de dentro y de
fuera -por ejemplo, el movimiento de Cristianos y Cristianas de Base y
los colectivos de la Memoria Histórica- porque se creen víctimas. Con
celebraciones como la del domingo pasado en Tarragona, lejos restañar
las heridas del pasado, lo que hacen es abrirlas más. Por eso seguimos
esperando de los obispos el gesto de petición de perdón, que redundaría
en beneficio de toda la sociedad y de la propia Iglesia católica.
¡Señores obispos, no nos defrauden!
Juan José Tamayo es profesor de la Universidad Carlos III de Madrid. Su
último libro es Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica
(Fragmenta, Barcelona, 2013)
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