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miércoles, 25 de septiembre de 2013

Las beatificaciones de Tarragona Todavía hay vencidos y vencedores

El próximo 13 de octubre, en Tarragona, 523 personas recibirán el honor de los altares como mártires durante la guerra civil. Setenta y cinco años después de aquellos hechos, la jerarquía de la Iglesia católica parece querer mantener las heridas abiertas, honrando masivamente a las víctimas de un solo bando. Este hecho pone de manifiesto su incapacidad para superar las posiciones de entonces, y que sigue considerando aquella la guerra como una cruzada.
Celebrándose en Tarragona, además, la ceremonia de la beatificación deshonra la figura del entonces arzobispo de esta diócesis, cardenal Vidal y Barraquer, que,  en un gesto lúcido y valiente,  se negó a firmar la Carta Colectiva de los obispos españoles de julio de 1937 a favor del levantamiento, lo que le ocasionó el exilio y todo tipo de persecuciones.
Todo colectivo tiene derecho,  y probablemente obligación,  de honrar a sus muertos. Pero, para cerrar las  heridas de una guerra fraticida y poder hacerlo en un clima de reconciliación, es necesario que ambos bandos acepten haber cometido errores, pidan perdón y reconozcan en igualdad de condiciones la heroicidad de todos los muertos inocentes de uno y otro lado. A los católicos nos toca pedir perdón por la posición beligerante de la mayor parte de la jerarquía, instituciones eclesiásticas y un buen número de laicos y tener la humildad necesaria que requiere la petición de perdón. Pero hasta ahora la jerarquía se ha negado a hacerlo, a reconocer la ilegitimidad del golpe de estado contra el legítimo Gobierno de la República y el grave error que supuso la Carta Colectiva. Sin este reconocimiento difícilmente puede haber reconciliación.
Desde nuestra más profunda admiración y respeto por las vidas y, sobre todo, por las circunstancias de cada una de sus muertes –a menudo con suplicios y padecimientos añadidos–, desgraciadamente el hecho de esta beatificación no puede evitar ser interpretado como una instrumentalización política de las muertes en el servicio de uno solo de los bandos.
En estas condiciones, y en el contexto del actual debate sobre la recuperación de la Memoria Histórica, la Iglesia (española) se coloca en un espacio no sólo de fácil crítica como institución,  sino también de instrumentalización partidista de los muertos. Los ahora beatificados nunca habrían podido imaginar que, setenta y cinco años después, el sector más recalcitrante de la sociedad española pretenda sacar provecho político de su sacrificio. Ciertamente la jerarquía aduce que ninguna persona puede ser llevada a los altares si en la causa de su asesinato se mezclan motivaciones no estrictamente de fe. Pero olvidar los miles de obreros, maestros y sacerdotes,  asesinados por el franquismo por motivos de fidelidad al pueblo –y a menudo también de fe–,  no sólo es una injusticia sino que hace imposible una verdadera reconciliación.
Para poder construir la reconciliación que este país sigue necesitando es necesario el resarcimiento moral de todas las víctimas. Y esto no se ha hecho todavía con las víctimas republicanas. Si la Iglesia tuviera la libertad y generosidad suficientes para hacer este gesto podría honrar a sus mártires sin que ello supusiera ofender a nadie porque todos, vencedores y vencidos, fueron igualmente víctimas. Y evitaría esa frase maligna: “los de un lado, los altares, los del otro a la cuneta como perros”. Mientras este reconocimiento no se dé,  la jerarquía de la Iglesia debe saber que sigue humillando a las víctimas inocentes del otro lado y a sus familiares; sigue manifestando su incapacidad para ser factor de paz y reconciliación y, objetivamente, queriendo o no, sigue apareciendo como jerarquía del rencor.
Quisiéramos que esta nueva beatificación masiva, que mantiene las heridas abiertas, sirva para que la Iglesia católica, con sincero remordimiento, pida de una vez perdón a la ciudadanía actual por su participación, como impulsora del conflicto y, consecuentemente como agresora; que se arrepienta por su colaboración en la muerte o asesinato de miles de inocentes, acusando, denunciando, ofreciendo incluso listas de feligreses bajo sospecha a los pelotones de la muerte; que pida perdón por su responsabilidad en la ocultación del sacrificio de tantos que entregaron su vida por causa de la justicia y la verdad. Y, finalmente,  que pida también perdón por los beneficios de todo tipo que obtuvo a lo largo de tantos años del ilegítimo régimen de la dictadura.

Se trata fundamentalmente de ejercer la función de portadora de paz que debe ejercer. La Iglesia no debe relacionarse con el mundo en función de ella misma sino en función de la construcción del Reino de Dios, esto es, en función de la justicia y de la verdad. En caso contrario, si se aleja y se confronta con el mundo, por muy mucho derecho que tenga a reconocer el mérito de los suyos, corre el riesgo de convertirse en secta. Y ya que como Iglesia aspira a manifestar el mensaje de Jesús, no debería olvidar nunca la obligación de encarnar en sí misma el deseo de Jesús,  recogido en el Evangelio sobre la unión de sus seguidores: “Que sean uno como nosotros somos uno. Mientras estaba con ellos, yo los guardaba en tu nombre, los que me has dado. He velado por ellos y no se ha perdido ni un solo ” (Jn 17,11-12).

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