El
próximo 13 de octubre, en Tarragona, 523 personas recibirán el honor de
los altares como mártires durante la guerra civil. Setenta y cinco años
después de aquellos hechos, la jerarquía de la Iglesia católica parece
querer mantener las heridas abiertas, honrando masivamente a las
víctimas de un solo bando. Este hecho pone de manifiesto su incapacidad
para superar las posiciones de entonces, y que sigue considerando
aquella la guerra como una cruzada.
Celebrándose en Tarragona, además, la ceremonia de la beatificación
deshonra la figura del entonces arzobispo de esta diócesis, cardenal
Vidal y Barraquer, que, en un gesto lúcido y valiente, se negó a
firmar la Carta Colectiva de los obispos españoles de julio de 1937 a
favor del levantamiento, lo que le ocasionó el exilio y todo tipo de
persecuciones.
Todo colectivo tiene derecho, y probablemente obligación, de honrar
a sus muertos. Pero, para cerrar las heridas de una guerra fraticida y
poder hacerlo en un clima de reconciliación, es necesario que ambos
bandos acepten haber cometido errores, pidan perdón y reconozcan en
igualdad de condiciones la heroicidad de todos los
muertos inocentes de uno y otro lado. A los católicos nos toca pedir
perdón por la posición beligerante de la mayor parte de la jerarquía,
instituciones eclesiásticas y un buen número de laicos y tener la
humildad necesaria que requiere la petición de perdón. Pero hasta ahora
la jerarquía se ha negado a hacerlo, a reconocer la ilegitimidad del golpe de estado
contra el legítimo Gobierno de la República y el grave error que supuso
la Carta Colectiva. Sin este reconocimiento difícilmente puede haber
reconciliación.
Desde nuestra más profunda admiración y respeto por las
vidas y, sobre todo, por las circunstancias de cada una de sus muertes
–a menudo con suplicios y padecimientos añadidos–, desgraciadamente el
hecho de esta beatificación no puede evitar ser interpretado como una
instrumentalización política de las muertes en el servicio de uno solo
de los bandos.
En estas condiciones, y en el contexto del actual debate sobre la
recuperación de la Memoria Histórica, la Iglesia (española) se coloca en
un espacio no sólo de fácil crítica como institución, sino también de
instrumentalización partidista de los muertos.
Los ahora beatificados nunca habrían podido imaginar que, setenta y
cinco años después, el sector más recalcitrante de la sociedad española
pretenda sacar provecho político de su sacrificio. Ciertamente la
jerarquía aduce que ninguna persona puede ser
llevada a los altares si en la causa de su asesinato se mezclan
motivaciones no estrictamente de fe. Pero olvidar los miles de obreros,
maestros y sacerdotes, asesinados por el franquismo por motivos de
fidelidad al pueblo –y a menudo también de fe–, no sólo es una
injusticia sino que hace imposible una verdadera reconciliación.
Para poder construir la reconciliación que este país sigue necesitando es necesario el resarcimiento moral de todas las
víctimas. Y esto no se ha hecho todavía con las víctimas republicanas.
Si la Iglesia tuviera la libertad y generosidad suficientes para hacer
este gesto podría honrar a sus mártires sin que ello supusiera ofender a
nadie porque todos, vencedores y vencidos, fueron igualmente víctimas. Y
evitaría esa frase maligna: “los de un lado, los altares, los del otro a
la cuneta como perros”. Mientras este reconocimiento no se dé, la
jerarquía de la Iglesia debe saber que sigue humillando a las víctimas
inocentes del otro lado y a sus familiares; sigue manifestando su
incapacidad para ser factor de paz y reconciliación y, objetivamente,
queriendo o no, sigue apareciendo como jerarquía del rencor.
Quisiéramos que esta nueva beatificación masiva, que mantiene las
heridas abiertas, sirva para que la Iglesia católica, con sincero
remordimiento, pida de una vez perdón a la ciudadanía actual por su
participación, como impulsora del conflicto y, consecuentemente como
agresora; que se arrepienta por su colaboración en la muerte o asesinato
de miles de inocentes, acusando, denunciando, ofreciendo incluso listas
de feligreses bajo sospecha a los pelotones de la muerte; que pida
perdón por su responsabilidad en la ocultación del sacrificio de tantos
que entregaron su vida por causa de la justicia y la verdad. Y,
finalmente, que pida también perdón por los beneficios de todo tipo que
obtuvo a lo largo de tantos años del ilegítimo régimen de la dictadura.
Se trata fundamentalmente de ejercer la función de portadora de paz
que debe ejercer. La Iglesia no debe relacionarse con el mundo en
función de ella misma sino en función de la construcción del Reino de
Dios, esto es, en función de la justicia y de la verdad. En caso
contrario, si se aleja y se confronta con el mundo, por muy mucho
derecho que tenga a reconocer el mérito de los suyos, corre el riesgo de
convertirse en secta. Y ya que como Iglesia aspira a manifestar el
mensaje de Jesús, no debería olvidar nunca la obligación de encarnar en
sí misma el deseo de Jesús, recogido en el Evangelio sobre la unión de
sus seguidores: “Que sean uno como nosotros somos uno. Mientras estaba
con ellos, yo los guardaba en tu nombre, los que me has dado. He velado
por ellos y no se ha perdido ni un solo ” (Jn 17,11-12).
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