Es
conocida la crisis de la figura paterna en la sociedad contemporánea.
Por su función parental es el principal creador de límites para los
hijos e hijas. Su eclipse ha
provocado entre los jóvenes en las escuelas y en la sociedad un aumento
de la violencia, que es precisamente la falta de consideración de
límites.
El debilitamiento de la figura del padre
ha desestabilizado la familia. Los divorcios han aumentado de tal
manera que ha surgido una verdadera sociedad de familias de divorciados.
No sólo ha ocurrido el eclipse del padre, sino también la muerte social
del padre.
La ausencia del padre
es, a todas luces, inaceptable. Desestructura a los hijos e hijas,
borra el rumbo a la vida, debilita la voluntad de asumir un proyecto y
conseguir una vida autónoma.
Es urgente reinventar la figura del padre sobre otras bases. Para
ello, en primer lugar es de importancia fundamental distinguir entre los
modelos de padre y el principio antropológico de padre. Esta
distinción, pasada por alto en muchas discusiones, incluso científicas,
nos ayuda a evitar malentendidos y a rescatar el valor inalienable y
permanente de la figura del padre.
La tradición psicoanalítica dejó claro que el padre es el responsable
de la primera y necesaria ruptura de la intimidad madre-hijo/hija y la
introducción del hijo/hija en otro continente, el transpersonal de los
hermanos/hermanas, abuelos, familiares y otras personas de la sociedad.
En el orden transpersonal y social prevalece el orden y la
disciplina, el derecho, el deber, la autoridad y los límites deben valer
entre un grupo y otro. Aquí la gente trabaja, entra en conflictos y
realiza proyectos de vida. Por esta razón, los hijos/as deben demostrar
seguridad, valor y disposición a hacer sacrificios, ya sea para superar
las dificultades o para lograr algún objetivo.
El padre es el arquetipo y la encarnación simbólica de estas
actitudes. Es el puente hacia el mundo social y transpersonal. El niño,
al entrar en ese mundo nuevo, debe poder orientarse por alguien. Si le
falta esta referencia, se siente inseguro, perdido, sin iniciativa.
Es en este momento cuando se establece un proceso de importancia fundamental para la psique del niño con consecuencias para toda la vida: el reconocimiento de la autoridad y la aceptación de los límites, que se adquiere a través de la figura del padre.
El niño viene de la experiencia de la madre, del regazo, de la
satisfacción de sus deseos, del calor de la intimidad en el que todo es
seguro, en una especie de paraíso original. Ahora, tiene que aprender
algo nuevo: que este nuevo mundo
no prolonga simplemente el de la madre; que en él hay conflictos y
límites. Es el padre quien conduce al niño a reconocer esta dimensión.
Con su vida y su ejemplo, el padre aparece como portador de autoridad
capaz de imponer límites y establecer responsabilidades.
Es propio del padre enseñar al hijo/hija la importancia de estos
límites y el valor de la autoridad, sin los cuales no ingresan en la
sociedad sin traumas. En esta etapa, el hijo/hija se aleja de la madre, y
puede incluso no querer obedecerla más, y se acerca al padre: busca ser
amado por él y espera sus directrices para la vida. Es tarea del padre
ayudar a superar esta tensión con la madre y recuperar la armonía con
ella.
Llevar a cabo esta verdadera pedagogía es incómodo. Si cada padre
concreto no la asume está perjudicando fuertemente a su hijo/hija, tal
vez de forma permanente.
¿Qué sucede cuando el padre está ausente en la familia o hay una
familia solo materna? Los niños parecen mutilados, se muestran inseguros
e incapaces de definir un proyecto de vida. Tienen dificultad para
aceptar el principio de autoridad y la existencia de límites.
Una cosa es este principio antropológico del padre, una estructura
permanente, fundamental en el proceso de individuación de cada persona.
Esta función personalizadora no está condenada a desaparecer. Ella
seguirá siendo internalizada por los hijos e hijas durante todo el ciclo
de vida, como una matriz en la formación de la personalidad sana. Ellos
la reclaman.
Otra cosa son los modelos histórico-sociales que encarnan el
principio antropológico de padre. Estos son siempre cambiantes,
distintos en los tiempos históricos y en las diferentes culturas. Pasan.
Una cosa, por ejemplo, es la forma del padre patriarcal del mundo
rural con fuertes rasgos machistas. Y otra cosa es el padre de la
cultura urbana y burguesa que se comporta más como amigo que como padre y
se exime de poner límites.
Todo este proceso no es lineal. Es tenso y objetivamente difícil,
pero imprescindible. Los padres deben estar coordinados, cada uno en su
misión única, para actuar correctamente. Deben saber que puede haber
avances y retrocesos, que pertenecen a la condición humana concreta, y
son normales.
También es importante reconocer que por todas partes surgen figuras
concretas de padres que se enfrentan a estas crisis con éxito, viven con
dignidad, trabajan, cumplen con sus deberes, muestran responsabilidad y
determinación, y así cumplen con la función arquetípica y simbólica
para con sus hijos e hijas. Es una función indispensable para que
maduren e ingresen en la vida sin traumas hasta que se hagan padres y
madres de sí mismos. Es la madurez.
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