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15 de agosto de 2013.
Fiesta de la Asunción de Nuestra Señora.
Queridos hermanos en el episcopado
Somos tres obispos eméritos que, de acuerdo con las enseñanzas del Concilio Vaticano II, a pesar de no ser más pastores de una Iglesia local, participamos siempre del Colegio episcopal, y junto con el Papa, nos sentimos responsables de la comunión universal de la Iglesia Católica.
Fiesta de la Asunción de Nuestra Señora.
Queridos hermanos en el episcopado
Somos tres obispos eméritos que, de acuerdo con las enseñanzas del Concilio Vaticano II, a pesar de no ser más pastores de una Iglesia local, participamos siempre del Colegio episcopal, y junto con el Papa, nos sentimos responsables de la comunión universal de la Iglesia Católica.
Nos alegró mucho la elección del Papa Francisco en el pastoreo de la Iglesia, por sus mensajes de renovación y conversión, con sus contantes llamados a una mayor simplicidad evangélica y mayor celo de amor pastoral por toda la Iglesia. Nos tocó también su reciente visita al Brasil, particularmente sus palabras a los jóvenes y a los obispos. Hasta nos trajo a la memoria el histórico Pacto de las Catacumbas.
¿Nos damos cuenta nosotros, los obispos, de lo que, teológicamente, significa ese nuevo horizonte eclesial? En Brasil, en una entrevista, el Papa recordó la famosa máxima medieval: “Ecclesia semper renovanda”.
Por pensar en esa nuestra responsabilidad como obispos de la Iglesia Católica, nos permitimos este gesto de confianza de escribirles estas reflexiones, con un pedido fraterno para que desarrollemos un mayor diálogo al respecto.
1. La Teología del Vaticano II sobre el ministerio episcopal
Por pensar en esa nuestra responsabilidad como obispos de la Iglesia Católica, nos permitimos este gesto de confianza de escribirles estas reflexiones, con un pedido fraterno para que desarrollemos un mayor diálogo al respecto.
1. La Teología del Vaticano II sobre el ministerio episcopal
El Decreto Christus Dominus dedica el 2º capítulo a la relación entre obispo e Iglesia Particular. Se presenta cada Diócesis como “porción del Pueblo de Dios” (no es más sólo un territorio) y afirma que, “en cada Iglesia local está y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica” (CD 11), pues toda Iglesia local no es sólo un pedazo de Iglesia o filial del Vaticano, sino que es verdaderamente Iglesia de Cristo, y así la designa el Nuevo Testamento (LG 22). “Cada Iglesia local es congregada por el Espíritu Santo, por medio del Evangelio, tiene su consistencia propia en el servicio de la caridad, esto es, en la misión de transformar al mundo y testimoniar el Reino de Dios. Esa misión se expresa en la Eucaristía y en los sacramentos. Esto se vive en la comunión con su pastor, el obispo”.
Esa teología sitúa al obispo no por encima o fuera de su Iglesia, sino como cristiano inserto en el rebaño y con un ministerio de servicio a sus hermanos. A partir de esa inserción, cada obispo, local o emérito, así como los auxiliares y los que trabajan en funciones pastorales sin diócesis, todos, en cuanto portadores del don recibido de Dios en la ordenación, son miembros del Colegio Episcopal y responsables de la catolicidad de la Iglesia.
2. La sinodalidad necesaria en el siglo XXI
La organización del papado como estructura monárquica centralizada fue instituida a partir del pontificado de Gregorio VII, en 1078. Durante el 1º milenio del Cristianismo, el primado del obispo de Roma estaba organizado de forma más colegial y la Iglesia toda era más sinodal.
El Concilio Vaticano II orientó a la Iglesia hacia la comprensión del episcopado como un ministerio colegial. Esa innovación encontró, durante el Concilio, la oposición de una minoría disconforme. El asunto, en verdad, no fue suficientemente asumido. Además, el Código de Derecho Canónico de 1983 y los documentos emanados del Vaticano, a partir de entonces, no priorizaron la colegialidad, sino que restringieron su comprensión y crearon barreras a su ejercicio.
El Concilio Vaticano II orientó a la Iglesia hacia la comprensión del episcopado como un ministerio colegial. Esa innovación encontró, durante el Concilio, la oposición de una minoría disconforme. El asunto, en verdad, no fue suficientemente asumido. Además, el Código de Derecho Canónico de 1983 y los documentos emanados del Vaticano, a partir de entonces, no priorizaron la colegialidad, sino que restringieron su comprensión y crearon barreras a su ejercicio.
Eso favoreció la centralización y el creciente poder de la Curia romana, en detrimento de las Conferencias nacionales y continentales y del propio Sínodo de los obispos, de carácter sólo consultivo y no deliberativo, siendo que tales organismos detentan, junto con el Obispo de Roma, el supremo y pleno poder en relación a la Iglesia entera.
Ahora, el Papa Francisco parece desear restituir a las estructuras de la Iglesia Católica y a cada una de nuestras diócesis una organización más sinodal y de comunión colegiada. En esa orientación, constituyó una comisión de cardenales de todos los continentes para estudiar una posible reforma de la Curia Romana. Sin embargo, para dar pasos concretos y eficientes en ese camino – lo que ya está sucediendo – él necesita de nuestra participación activa y conciente. Debemos hacer eso como forma de comprender la propia función de obispos, no como meros consejeros y auxiliares del Papa, que lo ayudan a medida que él pide o desea, sino como pastores, encargados con el Papa de velar por la comunión universal y el cuidado de todas las Iglesias.
3. El cincuentenario del Concílio
En este momento histórico, que coincide también con el cincuentenario del Concilio Vaticano II, la primera contribución que podemos dar a la Iglesia es asumir nuestra misión de pastores que ejercen el sacerdocio del Nuevo Testamento, no como sacerdotes de la antigua ley, sino como profetas. Esto nos obliga a colaborar efectivamente con el obispo de Roma, expresando con más libertad y autonomía nuestra opinión sobre los asuntos que piden una revisión pastoral y teológica. Si los obispos de todo el mundo ejerciesen con más libertad y responsabilidad fraternas el deber del diálogo y diesen su opinión más libremente sobre varios asuntos, ciertamente, se quebrarían ciertos tabúes, y la Iglesia podría retomar el diálogo con la humanidad, que el Papa Juan XXIII inició y el Papa Francisco está señalando.
La ocasión, pues, es la de asumir el Concilio Vaticano II actualizado, superar de una vez por todas la tentación de Cristiandad, vivir dentro de una Iglesia plural y pobre, de opción por los pobres, una eclesiología de participación, de liberación, de diaconía, de profecía, de martirio… Una Iglesia explícitamente ecuménica, de fe y política, de integración de Nuestra América, reivindicando los plenos derechos de la mujer, superando al respecto las cerrazones provenientes de una eclesiología equivocada.
Concluido el Concilio, algunos obispos – muchos del Brasil – celebraron el Pacto de las Catacumbas de Santa Domitila. Aproximadamente 500 obispos los siguieron en ese compromiso de radical y profunda conversión personal. Fue así como se inauguró la recepción valiente y profética del Concilio.
Hoy en día, muchas personas, en diversas partes del mundo, están pensando en un nuevo Pacto de las Catacumbas. Por eso, deseando contribuir a la reflexión eclesial de ustedes, enviamos anexo el texto original del Primer Pacto.
Hoy en día, muchas personas, en diversas partes del mundo, están pensando en un nuevo Pacto de las Catacumbas. Por eso, deseando contribuir a la reflexión eclesial de ustedes, enviamos anexo el texto original del Primer Pacto.
El clericalismo denunciado por el Papa Francisco está secuestrando la centralidad del Pueblo de Dios en la comprensión de una Iglesia cuyos miembros, por el bautismo, son elevados a la dignidad de “sacerdotes, profetas y reyes”. El mismo clericalismo viene excluyendo el protagonismo eclesial de los laicos y laicas, haciendo que el sacramento del orden se sobreponga al sacramento del bautismo y a la radical igualdad en Cristo de todos los bautizados y bautizadas.
Además, en un contexto de mundo en el cual la mayoría de los católicos está en los países del Sur (América Latina y África), se torna importante dar a la Iglesia otros rostros además del usual, expresado en la cultura occidental. En nuestros países, es preciso tener la libertad de des-occidentalizar el lenguaje de la fe y de la liturgia latina, no para crear una Iglesia diferente, sino para enriquecer la catolicidad eclesial.
Finalmente, está en juego nuestro diálogo con el mundo. Está en cuestión cuál es la imagen de Dios que damos al mundo y de la cual damos testimonio por nuestro modo de ser, por el lenguaje de nuestras celebraciones y por la forma que toma nuestra pastoral. Ese ponto es el que más nos debe preocupar y exigir nuestra atención. En la Biblia, para el Pueblo de Israel, “volver al primer amor”, significaba retomar la mística y la espiritualidad del Éxodo.
Para nuestras Iglesias de América Latina, “volver al primer amor” es retomar la mística del Reino de Dios en la caminada junto a los pobres y al servicio de su liberación. En nuestras diócesis, las pastorales sociales no pueden ser meros apéndices de la organización eclesial o expresiones menores de nuestro cuidado pastoral. Al contrario, es lo que nos constituye como Iglesia, asamblea reunida por el Espíritu para dar testimonio de que el Reino está viniendo y que de hecho oramos y deseamos: ¡venga tu Reino!
Esta hora es, sin duda, sobre todo para nosotros, los obispos, con urgencia, la hora de la acción. El Papa Francisco, al dirigirse a los jóvenes en la Jornada Mundial y al darles apoyo en sus movilizaciones, así se expresó: “Quiero que la Iglesia salga a la calle”. Eso es un eco de la entusiasta palabra del apóstol Pablo a los Romanos: “Es hora de despertar, es hora de vestir las armas de la luz” (13,11). Sea esa nuestra mística y nuestro más profundo amor.
Abrazos, con fraterna amistad.
Abrazos, con fraterna amistad.
MANIFIESTO DE LAS CATACUMBAS
“NOSOTROS, OBISPOS, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de pobreza según el Evangelio; invitados los unos por los otros en una iniciativa en la que cada uno de nosotros ha evitado el sobresalir o la presunción; unidos a todos nuestros hermanos en el episcopado; contando, sobre todo, con la gracia y la fuerza de nuestro Señor Jesucristo, con la oración de los fieles y de los sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos con el pensamiento y con la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo y ante los sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo que sigue:
1. Procuraremos vivir según el modo ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida, medios de locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. [Mt 5, 3; 6, 33s; 8-20.]
2. Renunciamos para siempre a la riqueza, ya sea real o aparente, especialmente en el vestir (ricas vestimentas, colores llamativos) y en símbolos de metales preciosos a favor de otros signos más evangélicos. [Mc 6, 9; Mt 10, 9s; Hech 3, 6.]
3. No poseeremos bienes muebles ni inmuebles, ni tendremos cuentas en el banco a nombre propio. Si fuese necesario poseer algo, pondremos todo a nombre de la diócesis, o de las obras sociales o caritativas. [Mt 6, 19-21; Lc 12, 33s.]
4. En cuanto sea posible confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión de laicos competentes y conscientes de su papel apostólico, para ser menos administradores y más pastores y apóstoles. [Mt 10, 8; Hech 6, 1-7.]
5. Renunciaremos a que nos llamen con nombres y títulos que expresen grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor), ya sea verbalmente o por escrito. [Mt 20, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15.]
6. En nuestro comportamiento y relaciones sociales evitaremos todo lo que pueda parecer concesión de privilegios, primacía o incluso preferencia a los ricos y a los poderosos (por ejemplo en banquetes ofrecidos o aceptados, en servicios religiosos). [Lc 13, 12-14; 1 Cor 9, 14-19.]
7. Igualmente evitaremos propiciar o adular la vanidad de quien quiera que sea, al recompensar o solicitar ayudas, o por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros fieles a que consideren sus dádivas como una participación normal en el culto, en el apostolado y en la acción social. [Mt 6, 2-4; Lc 15, 9-13; 2 Cor 12, 4.]
8. Daremos todo lo que sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón o medios al servicio apostólico y pastoral de las personas y de los grupos trabajadores y económicamente más desfavorecidos. Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres y trabajadores, compartiendo su vida y el trabajo. [Lc 4, 18s; Mc 6, 4; Mt 11, 4s; Hech 18, 3s; 20, 33-35; 1 Cor 4, 12 y 9, 1-27.]
9. Procuraremos transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y en la justicia. [Mt 25, 31-46; Lc 13, 12-14 y 33s.]
10. Trabajaremos para que los responsables políticos pongan en marcha leyes, estructuras e instituciones sociales que son necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico y total de todo el hombre y de todos los hombres, y, así, para el advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de Dios. [Cfr. Hech 2, 44s; 4, 32-35; 5, 4; 2 Cor 8 y 9; 1 Tim 5, 16.]
11. Dado que la función de los obispos encuentra su más plena realización evangélica en el servicio a las personas en situación de miseria física, cultural o moral, nos comprometemos a:
Participar, según nuestras posibilidades, en los proyectos urgentes de los episcopados de las naciones pobres;
Pedir de modo unánime a los organismos internacionales el fomento de estructuras económicas y culturales que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez más rico, sino que permitan que las mayorías pobres salgan de su miseria.
12. Nos comprometemos a compartir nuestra vida, en caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo, sacerdotes, religiosos y laicos, para que nuestro ministerio constituya un verdadero servicio.
De este modo:
Nos esforzaremos para “revisar nuestra vida” con ellos;
Buscaremos colaboradores para poder ser más animadores según el Espíritu que jefes según el mundo;
Procuraremos hacernos lo más humanamente posible presentes, ser acogedores;
Nos mostraremos abiertos a todos, sea cual fuere su religión. [Mc 8, 34s; Hech 6, 1-7; 1 Tim 3, 8-10.]
13. Cuando regresemos a nuestras diócesis daremos a conocer estas resoluciones a nuestros diocesanos, pidiéndoles que nos ayuden con su comprensión, su colaboración y sus oraciones.
Que Dios nos ayude a ser fieles al Evangelio de Jesús.
(Catacumba de Santa Domitila, Roma, 16 de noviembre de 1965)
Fuente: Red Mundial de Comuniades Eclesiales
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