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viernes, 19 de abril de 2013

50 años de la encíclica Pacem in terris Carlos Ayala Ramírez, Director de Radio Ysuca

El 11 de abril de 1963 se publicó la encíclica Pacem in terris (Paz en la tierra), la última de las ocho escritas por el papa Juan XXIII durante sus cinco años de ministerio petrino. En este mes se cumplen 50 años de esa publicación. El papa escribió el texto en los momentos más tensos de la Guerra Fría, en plena carrera armamentista de los dos grandes bloques de la época. Pocos meses antes, la crisis de los misiles en Cuba estuvo a punto de desencadenar una hecatombe.
La carta pretendía hacer ver la común pertenencia a la familia humana e iluminar respecto a la aspiración de la gente de todos los lugares de la tierra a vivir con seguridad, justicia y esperanza ante el futuro. De ahí que se constituyó en un referente ético para los pueblos y personas que buscaban y buscan construir la paz sobre la base de la justicia, el respeto de los derechos humanos y los deberes que de ellos se derivan.
Desde una teología de los signos de los tiempos, Juan XXIII caracterizaba a aquella época con tres rasgos emblemáticos. En primer lugar, la reivindicación de los derechos laborales, principalmente en el orden económico y social. Por ello, afirmaba el papa, los trabajadores de todo el mundo reclaman con energía que no se les considere nunca como simples objetos carentes de razón y libertad, sometidos al uso arbitrario de los demás (del capital), sino como seres humanos en todos los ámbitos de la sociedad. El segundo rasgo apuntaba a la presencia de la mujer en la vida pública. La mujer, señala la encíclica, “ha adquirido una conciencia cada día más clara de su propia dignidad humana.
Por ello, no tolera que se le trate como una cosa inanimada o un mero instrumento; exige, por el contrario, que, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública, se le reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona humana”. Y, en tercer lugar, se constata la voluntad emancipadora de los pueblos. De acuerdo a Juan XXIII, “no hay comunidad nacional alguna que quiera estar sometida al dominio de otra (…) resultan anacrónicas las teorías por las cuales ciertas clases recibían un trato de inferioridad, mientras otras exigían posiciones privilegiadas a causa de la situación económica y social, del sexo o de la categoría política”.
Para el “Papa Bueno”, como se le llamaba, estos signos no eran solo una llamada al análisis intelectual, sino, sobre todo, una exigencia de acción pastoral, de compromiso, y de servicio a los demás. En consecuencia, la encíclica plantea una visión de la convivencia humana, ciudadana e internacional, vinculándola a los derechos y deberes del ser humano. Su mensaje es claro, contundente y moderno: la dignidad del ser humano debe ser el centro de todo derecho, de toda política y de toda realidad social y económica. Más concretamente, para Juan XXIII, la convivencia humana en paz implica el respeto y ejercicio de los derechos naturales de la persona. Son los derechos reconocidos por los llamados Estados modernos: derecho a la existencia, a un nivel de vida digno; a la buena fama, a la búsqueda de la verdad, a la libre expresión de las ideas y a la información; a la cultura y la enseñanza en todos sus grados; a la libre elección, al sostenimiento de la familia y a la educación de los hijos; a la emigración dentro y fuera del país; a la participación activa en la vida pública y a la defensa jurídica de sus derechos, entre otros.
Y en conexión con esos derechos, la encíclica habla también de los deberes: conservar la vida dignamente; buscar la verdad; respetar los derechos ajenos; colaborar para hacer fácil a todos el ejercicio de los derechos proclamados; colaborar en la prosperidad común; y proceder responsablemente en todas las esferas de la vida. En lo que respecta a los conflictos entre las naciones, sigue siendo válido y actual el juicio de Juan XXIII plasmado en esta carta con las siguientes palabras: “Se ha ido generalizando cada vez más en nuestros tiempos la profunda convicción de que las diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos debe resolverse no con las armas, sino por medio de negociaciones y convenios (…). Sin embargo, vemos, por desgracia, muchas veces cómo los pueblos se ven sometidos al temor como ley suprema, e invierten, por lo mismo, grandes presupuestos en gastos militares”.
Hoy, como hace 50 años, las enseñanzas y orientaciones de la encíclica Pacem in terris conservan su vigencia. Qué duda cabe de que la paz requiere de nuevas formas de convivencia y de organización de nuestro mundo, como la propuesta por Juan XXIII, con sus exigencias y compromisos concretos de orden social, económico, político y cultural que enfrenten las causas de los conflictos y pongan las bases de una sociedad incluyente. Es significativo que la encíclica comience enumerando los derechos humanos. Qué duda cabe de que si se quiere efectivamente garantizar la paz social es necesario trabajar mucho a favor de los derechos civiles y políticos; y, desde luego, en todo el mundo es necesario luchar a favor de los derechos económicos y sociales.
La paz mundial sigue teniendo similares desafíos a los de hace 50 años y, en algunos casos, agravados. El siglo XX terminó siendo uno de guerra continua. Se calcula que casi 190 millones de personas murieron de manera directa en conflictos armados, a pesar de los esfuerzos en la construcción de unas estructuras internacionales capaces de resolver los conflictos por la vía de la negociación. Pero también existe la guerra del hambre. Se estima que de hambre o por sus consecuencias inmediatas mueren a diario en el mundo 100 mil personas. Más de 2 mil 700 millones de seres humanos viven en lo que el PNUD denomina “miseria absoluta”, sin ingresos fijos, sin trabajo, sin alimentos suficientes, sin alojamiento adecuado, sin agua potable, sin escuela. Fuera de discusión está, entonces, que es necesario un nuevo orden mundial que tenga como base la justicia, la solidaridad común y el respeto de los derechos de las personas y de los pueblos, como lo soñaba Juan XXIII, el papa más significativo del siglo XX.

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