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miércoles, 27 de marzo de 2013

El Papa que paga sus cuentas Leonardo Boff, teólogo

Lo que convence a las personas no son las prédicas sino las prácticas. Las ideas pueden iluminar, pero los ejemplos son los que atraen y nos ponen en marcha. Los ejemplos los entiende todo el mundo. Muchas explicaciones confunden más que aclaran. Las prácticas hablan por sí solas.
Lo que ha marcado al nuevo Papa Francisco, ese «que viene del fin del mundo», es decir, fuera de los marcos europeos tan cargados de tradiciones, palacios, espectáculos principescos y disputas internas de poder, son gestos simples, populares, obv
ios para quien da valor al buen sentido común de la vida.
Él está rompiendo los protocolos y mostrando que el poder es siempre una máscara y un teatro, como bien puntualizó el sociólogo Peter Berger, aunque se trate de un poder pretendidamente de origen divino.
El Papa Francisco simplemente obedece al mandato de Jesús que explícitamente dijo que los grandes de este mundo mandan y dominan pero “con vosotros no debe ser así; quien quiera ser grande, que sea servidor; quien quiera ser el primero, que sea siervo de todos; pues el Hijo del Hombre no vino para ser servido sino para servir” (Mc 10,43-45). Bien, si Jesús dijo eso, ¿cómo puede el Papa, garante de su mensaje, obrar de otra manera?
Ciertamente con el establecimiento de la monarquía absoluta de los papas, especialmente a partir del segundo milenio, la institución eclesiástica heredó los símbolos del poder imperial romano y de la nobleza feudal: ropas vistosas (como las de los cardenales), oropeles, cruces y anillos de oro y plata y hábitos de palacio. En los grandes conventos religiosos que vienen de la Edad Media se vivía en espacios palaciegos.
En el cuarto en el que me hospedaba, como estudiante, en el convento franciscano de Múnich, que remonta al tiempo de Guillermo de Ockham (siglo XIV), un solo cuadro renacentista de la pared valía algunos miles de euros. ¿Cómo conjugar la pobreza del Nazareno que no tenía donde reposar su cabeza con las mitras, los báculos dorados y las estolas y ropas principescas de los prelados actuales? Honestamente no es posible. Y el pueblo que no es ignorante, sino fino observador, nota esta contradicción. Todo este aparato no tiene nada que ver con la Tradición de Jesús y de los Apóstoles.
Según algunos periódicos, cuando el secretario del Cónclave quiso poner sobre los hombros del Papa Francisco la «muceta», esa capita ricamente adornada, símbolo del poder papal, se limitó a decir: “El carnaval acabó, guarde esta ropa”. Y apareció vestido de blanco, como también acostumbraba a vestir dom Helder Câmara, que dejó el palacio colonial de Olinda y fue a vivir bajo un tejado de media agua en la iglesia de las Candelas, en la periferia; como también hizo el cardenal dom Paulo Evaristo Arns, por no hablar de dom Pedro Casaldáliga que vive en una casita pobre, compartiendo el cuarto con algún huésped.
Para mí el gesto más simple, honesto y popular del Papa Francisco fue ir a la residencia donde se había alojado (nunca se alojaba en la grande casa central de los jesuitas en Roma) a pagar la cuenta a razón de 90 euros por día. Entró y él mismo fue a buscar su ropa, hizo su maleta, saludó al personal y se fue. ¿Qué potentado civil, qué opulento millonario, qué famoso artista haría tal cosa? Sería falsear la intención del obispo de Roma querer ver en este gesto, normal para todos nosotros mortales, una intención populista.
¿No hacía lo mismo cuando era cardenal de Buenos Aires e iba a buscar el periódico, hacia la compra, viajaba en metro o en autobús y prefería presentarse como «padre Bergoglio»?
Frei Betto acuñó una expresión que es una gran verdad: «la cabeza piensa desde donde pisan los pies». Efectivamente, si alguien pisa siempre palacios y suntuosas catedrales, acaba pensando según la lógica de los palacios y de las catedrales. Por esta razón, el domingo celebró misa en la capilla de Santa Ana, dentro del Vaticano, que es considerada la parroquia romana del Papa. Y después salió a saludar a los fieles a la puerta.
Cosa notable y cargada de contenido teológico: no se presentó como Papa, sino como «obispo de Roma». Pidió oraciones no para el Papa emérito Benedicto XVI, sino para el obispo emérito de Roma, Joseph Ratzinger. Con esto retomó la más primordial tradición de la Iglesia, la de considerar al obispo de Roma «el primero entre sus pares». Por estar Pedro y Pablo sepultados en ella, adquirió especial preeminencia. Pero ese poder simbólico y espiritual era ejercido en el estilo de la caridad y no en forma de poder jurídico sobre las demás Iglesias, como predominó en el segundo milenio. No me admiraría en absoluto si, como quería Juan Pablo I, resolviese abandonar el Vaticano y fuera a vivir a un sitio sencillo, con un amplio espacio exterior para recibir la visita de los fieles. Los tiempos están maduros para este tipo de revolución en las costumbres papales. Y qué desafío está representando para los demás prelados de la Iglesia vivir la sencillez voluntaria y la sobriedad compartida.

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