María Teresa ya fue presentada en ATRIO el año pasado al publicar su artículo ¿Adónde te escondiste, amado?. Hoy nos vuelve a enviar otro que fue publicado en Religión Digital, ayer 19 de enero.
Hace unos días organizaron una Campaña de Donación de Sangre cerca de mi casa. Aprovechando la ocasión, me informé también de cómo obtener la Tarjeta de Donante de Órganos, pues llevaba tiempo queriendo solicitarla pese a haber transmitido ya este deseo expreso a mi familia y amigos. Contemplar así el propio cuerpo es una sensación hermosa y extraña: mirar con ternura su extrema fragilidad, sentirlo efímero y vulnerable, y a la vez tan perfecto en su manera de ser y reaccionar, tan colmado de vida que es capaz de volcarse y desbordarse para bien de los demás. Somos efímeros, sí, apenas instantes… pero instantes de eternidad: un parpadeo como de estrella que se encarna en mitad del cosmos; milagro palpable de infinitamente piel que se erige sobre el polvo y el barro; fruto de una tierra que nos entrega al mundo y nos recoge después, amorosa, tras haber sacado jugo a lo que hemos sido.
Terminé de donar aquel día y fui a tomar un tentempié para continuar la jornada sin perder las fuerzas (¡cuán débiles somos! y sin embargo de esta conciencia brota la fuerza que nos lleva a tejer lazos de solidaridad capaces de sostener el mundo). Con un zumo en una mano y un poco de pan en la otra, pude repensar de otro modo el símbolo de la Eucaristía. “Tomad: éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre”. Qué manera tan simple y perfecta de vivir en nuestra realidad cotidiana ese gesto de infinita entrega: donar sangre, donar nuestro cuerpo cuando ya no nos sirva… “Tomar” conciencia de lo que un día recibimos, “tomarnos” en serio y por eso mismo dejarnos suavemente en manos de otros – y del Otro – para que “tomen” de nosotros ánimo y vida. Es un gesto valiente que se reviste a la vez de una gran sutileza; sobre todo un símbolo de amor hasta el extremo al alcance de todos.
Como el famoso grano de trigo que cuando muere da nueva vida, se trata de una opción firme y subversiva por hacer de la propia vida una donación fecunda: amar con todo el corazón. Amar con nuestro corazón de carne sin importar ya quién lo reciba: cuerpo y sangre que se entregan, pan y vino para otros (acaso “el mejor” que podemos ofrecer es aquél que llega cuando parece que todo ha terminado). Sencilla Eucaristía, acción de gracias: pues la gratitud por lo mucho recibido nos conmueve desde dentro y nos mueve a la acción, a compartir-nos con otros desde la serena alegría. Somos un tesoro demasiado bello para guardarlo. Somos comunión para aquéllos que – dice Dolores Aleixandre – “tienen hambre de vivir, de ser amados, escuchados, comprendidos, sanados”. Repartirse “sin reservarse nada, sin guardarse nada, entregando tiempo, afecto, interés, amistad”. Mística de lo cotidiano que recuerda que el milagro también sucede en nosotros, a través de nosotros: cuando el cuerpo ya no es “mío” sino nuestro, y la sangre “derramada en favor vuestro” genera un torrente vivificador que trasciende la pequeña muestra que dejamos en el Centro de Donaciones.
Porque el mundo sigue necesitando personas que cada día se propongan hacer de sus vidas un Canto a la Vida:“Tomad mi cuerpo, tomad mi sangre”. Donar, ser don. Desear la unión que se fragua en la amorosa entrega. Sed de encuentro, vida derramada: entrañable ofrenda. En palabras del poeta palestino Mahmoud Darwish,
… quedará después de nosotros abundante vino en las jarras
y un poco de tierra es suficiente
para que nos encontremos y la paz arraigue.
y un poco de tierra es suficiente
para que nos encontremos y la paz arraigue.
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