Sí. Cincuenta años atrás habría sido impensable ser testimonio de lo que viví el pasado domingo. La Iglesia hoy es más cercana a los pobres y excluidos gracias al Concilio Vaticano II.
Son las 4 de la tarde en el campo de refugiados de Kakuma (Kenya). Nos reunimos en la zona exterior de la casa (mejor hablar de choza) de una de las familias que forman parte de la comunidad cristiana. Somos un grupo de nueve mujeres, dos hombres, tres jóvenes y una docena de chiquillos. De Rwanda, Burundi, Uganda y Cataluña. Alguna gallina, hormigas y también las ratas nos hacen compañía. A esta hora, el sol empieza a darnos un poco de tregua. Por la mañana nos hemos reunido durante la eucaristía para celebrar el domingo, pero ahora el compartir se hace más intenso. Es el encuentro regular de una de las muchas Pequeñas Comunidades Cristianas (en otros sitios llamadas Comunidades Eclesiales de Base) que dan vida a la fe del pueblo sencillo.
Todo el encuentro de oración es en kinyarwanda y swahili (de vez en cuando traducen en inglés para mí). Empezamos con el rosario y después una de las mujeres lee las lecturas del día (Isaías, Hebreos y Marcos). Enseguida, y durante hora y media compartimos los ecos de las lecturas, y como el mensaje afecta a nuestras vidas. Nos cautiva sobre todo el fragmento de Marcos (11, 35-45) donde Jesús pide a los amigos que no hagan como los líderes y déspotas de este mundo. Hoy la lectura nos recuerda que ser seguidor de Jesús significa hacerse servidor de todos. Una de las mujeres explica como aquí en el campo los líderes de zona, de sector (también ellos refugiados), abusan de su poder y se olvidan de la gente, especialmente de los más vulnerables (viudas y huérfanos). Otra de las mujeres comparte cómo es de difícil el reto que nos sugiere hoy el evangelio: ser humilde siempre y en toda ocasión, y compartir lo que tenemos aunque sea poca cosa. Mientras habla esta segunda persona, una de las criaturas se acerca plácidamente al pecho de su madre, sentada un poco más allá, en un banquito de madera inestable, y gastado por el uso cotidiano.
Sí, la revolución del Vaticano II ha hecho la Iglesia Católica más humana (y por tanto más divina). Sin este acontecimiento del cual ahora celebramos el 50 aniversario…
…hoy la Biblia continuaría siendo leída y proclamada solamente en latín.
…hoy la Biblia aún sería un libro para élites y especialistas (en manos de unos pocos teólogos).
…hoy los laicos (¡y sobre todo las laicas!) no se sentirían con la libertad y la legitimidad para leer la Biblia y dejarse interpretar e interpelar por ella.
…hoy el Pueblo de Dios no se atrevería a explicitar las implicaciones políticas del mensaje evangélico.
…hoy el pueblo creyente aún sería catequizado en la fe de un Dios lejano y ajeno y no en un Dios profundamente implicado con lo gozos y las tristezas de cada día.
…hoy yo no habría podido sentarme en el círculo como uno de tantos, pues por ser sacerdote me hubieran reservado un lugar de honor.
Es cierto, ¡queda mucho camino por hacer! Muchas intuiciones del Concilio Vaticano II están aún por estrenar y de hecho, el retroceso en algunos aspectos centrales es evidente. Todos aquellos que amamos con pasión el mensaje liberador de Jesús de Nazaret vivimos este “invierno eclesial” con dolor y perplejidad. Pero no por eso hemos de olvidar y agradecer todo lo que hemos recibido gracias a la valentía y lucidez del Concilio. El encuentro de esta tarde aquí en Kakuma, sencilla y radicalmente evangélico, es un pequeño testimonio de ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario