

Jesús es la Palabra, y la Palabra es la sabiduría de Dios ofrecida a los seres humanos. Para que alumbre a todos, Jesús deja la comodidad de Nazaret y se lanza a los caminos de Galilea. Le siguen los que se sienten necesitados de ella, y le acosan los sabios, los santos, los ricos y los importantes, que prefieren su propia sabiduría. Luego asume el compromiso de subir a Jerusalén para universalizarla, se enfrenta a los poderosos, lo prenden, lo torturan y lo crucifican. Pero, consciente de la necesidad de que la Palabra, es decir, la sabiduría de Dios, prevalezca más allá de su muerte, hace un testamento inequívoco y sus discípulos más cercanos lo asumen sin reservas: «Id por el mundo y proclamad la buena Noticia a todas las gentes».
Así, los primeros cristianos, unidos por la fe en Jesús resucitado y animados por el Espíritu, tienen conciencia clara de que su tarea misionera es fruto de la voluntad expresa de Jesús, y la desarrollan con arrojo y valentía. Y es tal la fuerza con que la proclaman, que despiertan el recelo de las autoridades y llegan las persecuciones. Mueren a millares, pero gracias a su compromiso y su sacrificio, nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer a Jesús y acceder a la Palabra veinte siglos después.
Y no solo gracias a ellos, porque a lo largo de la historia se ha creado una cadena de infinidad de cristianos que han trasmitido de padres a hijos esa herencia de valor incalculable que nos mueve a compartir y a perdonar; que nos humaniza y da sentido a nuestra vida; que nos señala, como ningún otro, el destino de la humanidad y el camino que nos lleva a alcanzar ese destino.
Pero nosotros (en posesión de nuestra propia sabiduría) hemos roto la cadena milenaria de transmisión de la Palabra, hemos dinamitado sus cauces, hemos hurtado a nuestros hijos el legado precioso del que nosotros hemos disfrutado, los hemos privado de los criterios que han dado sentido a nuestra vida y los hemos dejado a merced de los criterios del mundo.
¿Y por qué?... Quizá porque hemos renunciado a “adoctrinarles” para no vernos señalados por una sociedad que se dice tolerante aunque es implacable con quienes discrepan. Quizás porque no nos apetece nadar a contracorriente y la corriente en contra nos arrastra. Quizá porque hemos relativizado la importancia de Jesús en nuestras vidas deslumbrados por otras sabidurías que nosotros mismos hemos puesto de moda. Quizá porque los encargados de proclamar la Palabra no están a la altura y no son capaces de ilusionar a nadie. Quizá porque pensamos que ya somos maduros e ilustrados y no necesitamos de los criterios de aquel carpintero crucificado hace veinte siglos. Quizá simplemente por pereza… pero el hecho cierto, indudable, es que con nuestra actitud hemos dado la espalda a la misión y hemos roto la cadena.
Y esto es un desastre de consecuencias impredecibles, porque supone renunciar al poder de la Palabra, que –incluso en los momentos más oscuros de la historia– ha sido capaz de mantener en el seno de las comunidades cristianas una enorme y bienintencionada multitud de creyentes que ha construido lo mejor de nuestra humanidad. Jesús, los criterios de Jesús, la Palabra, ha contribuido de forma decisiva a la formación de sociedades más justas, más compasivas, solidarias e igualitarias… y esto es lo que estamos poniendo en riesgo quizá sin ser conscientes de ello.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer un artículo de José E. Galarreta sobre un tema similar, pinche aquí
No hay comentarios:
Publicar un comentario