Cuando los endomingados feligreses de la parroquia de San Jorge vieron aparecer al nuevo sacerdote aquel día de 1996 es probable que alguno se santiaguara. No tanto porque estaban ante un pastor de la iglesia. Sino por las pintas que me llevabas, hombre de Dios.
Acostumbrados al boato de curas con clériman, casulla o lo que hiciera falta, el cura Jorge de Dompablo iba en deportivas, con un poncho raído, vaqueros que también y un pelazo de batería de Obús.
No se equivocarían los prejuiciosos: el escándalo no fue tanto que, entre misa y misa, el nuevo cura se fuera a tomar un café o lo que tocara con el pobre que pedía en la puerta. Sino que cada semana lo acompañara a rebuscar en la basura.
De todas las maneras que se nos ocurren para tratar de definir a este sacerdote distinto, esa imagen referencial es la que más se aproxima: un cura, con un pobre muy pobre, en un barrio bien de Madrid, hurgando con el otro en la basura a la vista de sus parroquianos, buscando algo valioso allí donde nadie mira: en el lugar de los desechos.
«Era el pobre oficial de la iglesia, uno que hacía dibujos en el suelo. De vernos tomar café y andar los dos por ahí, ese pobre oficial sin nombre pasó a ser ‘el pobre amigo de Jorge’, primero. Luego ya fue ‘Emilio’. Después ‘Emilio, el jardinero’, porque le encontramos un trabajo. Y finalmente ‘Emilio, el portero’, porque terminó en una portería. Se jubiló hace unos años. Se fue a Cádiz, donde localizó a su hija. De no tener nombre a tener lo más importante, ¿verdad?… En el Evangelio, los milagros son un proceso».
A ese hombre llamado Emilio se lo trajo el cura Jorge a vivir con él aquí donde hemos venido hoy. Y como a Emilio, a muchos más.
En los más de 20 años que lleva en este hogar que tiene algo de meta y de salida, el cura que predicaba rebuscando en la basura ha compartido su vida con unas 70 personas drogodependientes, con 40 migrantes subsaharianos, con carne de contenedor, con pobres que entraron por la puerta sin ganas, sin esperanza, sin nombre alguno. Y que salieron hasta con apellidos.
Qué tendrá de especial esta finquita si por un lado está pegada a la vía del AVE Madrid-Valladolid. Qué tendrá de tranquila si por el otro lado linda con una popular autovía. Qué tendrán de confortables las dos casas que albergan, alquiladas por el sacerdote (propiedad del Canal de Isabel II y de Renfe), si siempre tiene un rumor de coches o de trenes, si vemos alguna humedad, si está en un sitio perdido. Qué tendrá de pacífico el lugar si, un día de 2009, un joven armenio con problemas mentales y de consumo dijo que iba incendiar la casa, y le prendió fuego, y el sacerdote volvió a levantarla. Qué tendrá de alegre (porque se les ve contentos como a pocos) si entre sus paredes han convivido personas violadas en la frontera, ojos tristes de tanta heroína, hijos a los que nadie quería.
En efecto: Jorge nuestro que estás en el huerto, santificado sea tu nombre.
Hablamos del huerto donde este febrero han sembrado unas habas. Del corral con medio centenar de gallinas. De las dos caravanas suplementarias que hay al fondo, como sacadas de una película de los Coen, y que también sirven de vivienda. De las dos porterías pequeñas de fútbol para cuando los sin papeles de Jorge juegan cada tarde la final de la Copa de África. Del futbolín que hay bajo un toldo. Del estanquito con los peces. De los 16 subsaharianos que, a día de hoy, comparten techo con el cura Jorge de Dompablo. Y, por supuesto, hablamos de un tal David.
«En 1997 empezamos con esta casa. Hasta 2010 vivía con chicos con problemas de drogas con historias tremendas. Se puede decir que éramos como una gran familia. Una gran familia con muchos problemas, claro, y que necesitaba bastante firmeza. Algunas veces me desaparecía el dinero, la tarjeta, hubo agresiones, tuve que echar a gente… Cosas que pasan. Pero seguimos siendo una familia, y en una familia uno se ayudan a otros, no se dejan, no se dejan…».
La familia, casi como un clan palermitano.
Sabe de lo que habla porque él fue el noveno de 14 hermanos. Desde los 14 años hasta los 30, cuenta, tuvo que ayudar en los ultramarinos del padre y no pudo estudiar lo que quisiera. Por eso aprendió tanto de esos chicos que no se tenían en pie, aquellas lecciones de vidas puestísimas.
«Sólo desde lo humano se puede llegar a Jesús. En todo lo que yo he visto y sigo viendo en esta casa, está el Dios de los hombres. Dios también está en el chico que se inyecta, en el que pierde el control. Está ahí en medio del sufrimiento de la droga, gritándote para que seas feliz».
La familia no se deja jamás.
Te cuenta la historia de Miguel, por ejemplo. Un chico «de una violencia extrema». Una vida de consumo continua. El más (pongan la palabra que quieran) del barrio. «Con su pasado de cárcel». «Hasta que cambió. Acompañó a su padre día y noche hasta que murió. Hizo un curso de cocina sólo para dar de comer bien a su madre, decía. Era enferma de alzhéimer. La cuidó hasta el final».
Te cuenta la historia de Ángel, pongamos. Vivía en una «familia imposible». Drogodependiente, claro. «Tenía sus dos hermanos en la cárcel». «Su padre había tenido dos hijas con su hermana mayor». «Todos vivían de la droga en esa casa». «Ese chico salió por el cariño a su madre. Hace dos años vino a verme a la parroquia. Estaba fenomenal».
Miguel.
Ángel.
Bien.
Pero en la cartera, sin embargo, lleva una foto de un tal David.
(…)
En aquel Madrid setentero de las favelas y del pico, Jorge de Dompablo era poco menos que un yonqui de Cristo. Los veía a decenas: otro melenas muriendo como un bandido, con la piel como un colador. Y al lado, Jorge.
Así fue en la iglesia de Caño Roto primero, en San Blas después, más tarde en la UVA (Unidad Vecinal de Absorción) de Hortaleza, donde le recibieron a pedradas: «Fue su forma de decirme: ‘Estamos aquí’». O eso cree él.
«Eran los años del aluvión en Madrid, seguía llegando gente de los pueblos, los barrios eran sitios muy duros, la cultura escaseaba, los jóvenes estaban desubicados, y en ese ambiente la droga hizo estragos». Si algún vecino no tenía casa, el cura Jorge de Dompablo no dudaba en ir con ellos a forzar la puerta de una casa desocupada. Cosas así.
Cómo quieren entonces que, unos años más tarde (después de todo lo vivido en la periferia), este hombre se presentara con clériman cuando fue destinado como adjutor (ayudante) a la iglesia bien de San Jorge.
Llegó, se presentó, dio testimonio de lo que había ahí fuera, y a los jóvenes de Chamartín con los que se reunía les hizo una pregunta: «¿Dónde están aquí los pobres?». Contestó uno: «Aquí no hay pobres, padre». «Entonces les dije que salíamos todos a dar una vuelta. Claro que los había, cómo no los iba a haber». Luego conoció a David.
Así que en 2010, después de muchos años capeando con la droga en la casa que había entre la vía del AVE y la carretera, en medio del paisaje de cenizas tras el incendio del armenio, Jorge pensó que era una buena idea empezar a acoger subsaharianos.
La parroquia de Nuestra Señora de la Guía donde hoy da misa está a 10 minutos en coche de este santuario. Pero, según Jorge, Cristo está a un metro de distancia y lleva chancletas: es el chico negro que está haciendo arroz para todos en la cocina.
«Muchos se lanzan al mar sin haberlo visto jamás. Ellos dos se tiraron 10 días. Cuando se acabó la comida, rascaban con las uñas la pintura y se la llevaban a la boca. Bebieron agua salada. Pasaron miedo en mitad de la noche. Las olas que vieron tuvieron que ser enormes, porque un día me dijeron: ‘Jorge, yo creía que el mar no tenía montañas’. Compartieron patera y esta casa. Ahí los tienes».
Kofi es de Ghana y trabaja colgado limpiando los cristales de Torre Picasso.
Bismarck es de Liberia y trabaja en un establecimiento de tortitas mejicanas.
El sacerdote, en la entrada de su casa. ANTONIO HEREDIA.
«Les busco cursos, se forman, aprenden el idioma, les facilito contactos, empleos para que vayan regularizando su situación… De ellos aprendo cada día. Sobre todo esa capacidad de esperanza que tienen, creer que todo es posible».
Lo cierto es que a muchos de los 16 africanos de la casa les importa bien poco saber si el Dios de Jorge existe o no, lo que les incumbe es saber de qué lado está. Y eso lo tienen claro: 63 años, natural de Las Navas del Marqués (Ávila), el cura que acompañaba a rebuscar en la basura tiene las manos sucias de haber estado quitando hierbas.
Su David.
«Mi David. Tengo una foto en la cartera. [Hace ademán de levantarse a por la cartera, pero no: se deja caer a plomo en el sofá. Y se emociona. Por eso calla un rato]. Él se sentaba justo aquí en esta parte del sofá en que estoy yo sentado. Era de San Blas, su madre era alcohólica, su padre murió cuando él era muy joven. Tenía una identidad sexual compleja, vivía muy atormentado, cayó en la droga. Cuando vino a esta casa, la única pertenencia que traía era una foto suya de la Primera Comunión, una Primera Comunión que hizo solo, sin su madre, que estaría bebiendo y terminó arrojándose por una ventana. Me decía que yo era como su padre, yo le decía que no, que no. Tuvo muchísimas recaídas. Tenía que ir a buscarle a Las Barranquillas de cuando en cuando. David fue al único de la casa al que le consentía venir drogado, la única excepción que hice. Como no salía adelante, le dije que su lugar en la casa tenía que dejárselo a otro. Lo entendió. No perdimos el contacto. Un día me llamó: ‘Jorge, soy David, tengo que hablar contigo’. Yo tenía que celebrar dos bodas, una lejos de Madrid. Le dije: ‘Mira, hasta pasado mañana no puedo verte’. Lo encontraron muerto con una sobredosis. Siempre pensé que tenía que haber ido a esa cita a la que no fui. [Por eso calla otro rato]. Estuve un año entero yendo todos los domingos al Cementerio de Carabanchel a estar con él».
Pedro Simón para el Mundo, publicado también en pastoralsocialmadrid.com. Fotos: Antonio Heredia
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