fe adulta
El cuarto evangelio muestra un reiterado interés en presentar unidas estas dos realidades: el amor y la alegría. Junto con la paz -otro tema recurrente en este mismo evangelio-, constituyen los tres signos característicos de la madurez psicológica y espiritual.
No es difícil de comprobar: cuando está realmente bien, la persona es amorosa, alegre y serena. Como se suele decir, la persona feliz es buena. Cuando lo que percibimos en alguien es odio, tristeza o agitación, la causa hay que buscarla en algún sufrimiento, presente o pasado, todavía no resuelto o en la ignorancia radical acerca de lo que realmente somos.
El amor y la alegría brotan de la vida y de la unidad que somos. La vida, siempre que no esté bloqueada por sufrimientos no resueltos o por mecanismos defensivos nacidos de aquellos, se expresa en alegría. Por eso, acertaba plenamente Henri Bergson al decir que “la alegría es la señal inequívoca de que la vida triunfa”. Y Michel de Montaigne cuando afirmaba que “la señal más manifiesta de sabiduría es una alegría continua”.
Por su parte, la consciencia de unidad es certeza de no-separación, y esa es justamente la más adecuada definición de lo que es amor. Antes que un sentimiento o una emoción, el amor que merece tal nombre es certeza que sabe ver que, aun siendo diferentes, somos lo mismo. Es lo que se percibe cuando vivimos en la consciencia de unidad.
Podría decirse que la alegría nace del amor y que este se hace más “cercano”, incluso más vivo, gracias a la alegría. Uno y otra fluyen en tanto en cuanto permanecemos anclados en la profundidad que somos, en ese “lugar” siempre disponible, al que en todo momento podemos volver.
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