fe adulta
Parece claro que, una vez que la persona se ha adherido a una fe o creencia, la mente trata de encontrar una “explicación” que resulte coherente y abarcadora. Todo puede ser explicado desde la nueva posición.
Según investigaciones recientes en el campo de las neurociencias, lo que realmente le interesa al cerebro no es la verdad, sino la coherencia: que todo lo planteado resulte un conjunto que aparezca como coherente. Esta es la función de lo que algunos científicos han denominado “el intérprete”. Dichas investigaciones desnudan la capacidad cerebral para inventar lo que sea necesario con tal de dotar de coherencia a su propio relato. En la lectura de hoy, se aprecia el recurso a las Escrituras para “explicar” e incluso justificar todo lo sucedido con Jesús.
De esa aguda capacidad cerebral, parecen derivarse, al menos, dos consecuencias: la primera es que la realidad es lo suficientemente abierta como para admitir diferentes lecturas; la segunda, una invitación a desconfiar o, al menos, sospechar de las propias creencias y construcciones mentales de todo tipo.
Que sean posibles diferentes lecturas no significa justificar el relativismo vulgar -otra creencia más-, sino reconocer que la realidad nos desborda y que nuestro conocimiento será siempre situado, es decir, relacional o relativo (a un tiempo y a un espacio). Tal reconocimiento constituye una invitación a la humildad y, por tanto, a un diálogo respetuoso, que empieza por relativizar el propio posicionamiento.
Sin embargo, tal actitud únicamente será posible si somos capaces de vivir en la incertidumbre, donde solo hay una única certeza: la certeza de ser. Tal como escribe Mónica Cavallé, «todos sabemos y sentimos que somos; todos tenemos una conciencia directa e inmediata de nuestro propio ser» (El coraje de ser. La aventura del autoconocimiento filosófico, Kairós, Barcelona 2023, p.92). Esa es la base del reconocimiento de nuestra verdadera identidad.
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