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jueves, 11 de abril de 2024

EN GENERAL SE ENTIENDE


col koldo

 

El pasado mes de enero publiqué un breve ensayo (1) cuyo prólogo, de la pluma de José Arregi, reprodujo recientemente Fe Adulta. En él he realizado un ejercicio consistente en repensar el cristianismo, perentoria necesidad si queremos que dicho movimiento, que no fundó Jesús de Nazaret sino que se derivó de sus propuestas, sea significativo para la vida de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Durante las semanas siguientes he esperado con cierta ansiedad los juicios de los lectores que, como es sabido, suelen proceder en primer lugar de familiares y amigos. Y ha habido una curiosa coincidencia en dos afirmaciones: que en general se entiende y que les ha hecho pensar. Este segundo juicio me ha agradado sobremanera pues coincidía de pleno con mi intencionalidad: no dar respuestas cerradas ni dogmáticas, sino aportar elementos de reflexión para que cada lector sacara sus propias conclusiones.

Más me ha preocupado la primera afirmación pues si solo se ha entendido “en general” implica que algo no se ha entendido. No entender un texto en su totalidad es una preocupación muy extendida en una sociedad como la nuestra que tiende, por diversos motivos, al pensamiento fácil y a la consigna simplista. Voy a romper aquí una lanza en defensa de la tesis siguiente: nadie tenemos la obligación de entender un texto en su totalidad. Comprendo que esta afirmación, en boca de una persona que se ha dedicado a la enseñanza, pueda causar cierto estupor, pero si esta defensa da que pensar me sentiré complacido. Y es que trabajamos con la falacia de que lo meritorio es entenderlo todo, cuando en realidad lo plausible es ante todo el intento.

¿Qué hay un párrafo que no se entiende? Seguramente al finalizar el capítulo la dificultad se habrá desvanecido como brizna de niebla al sol. ¿Que un capítulo no se ha entendido? Probablemente el resto de los capítulos arrojará luz sobre él, de acuerdo con el principio de que todas las partes de un texto son solidarias entre sí. ¿Que el libro no se entiende en su totalidad? Otros libros acudirán en su auxilio. Contemos también con la realidad de que los lectores no tenemos la competencia necesaria para abordar algunos temas; nadie podemos abarcar en estos momentos la totalidad del saber. Es sabido que los sabios de la antigüedad se han diluido en nuestros actuales especialistas y que la concepción aristotélica de la Filosofía como “ciencia de la totalidad de las cosas, por sus causas últimas, adquirida a la luz de la razón” (según el libro de texto en el que me inicié de adolescente en dicha disciplina) es ya una antigualla.  A partir del siglo XVII las ciencias particulares, a medida en que fueron adquiriendo un método y progreso propios, fueron saliendo del tronco común de la Filosofía. Ya Kant (siglo XVIII) no dominaba todo el panorama científico del momento y mucho menos filósofos posteriores.

Los seres humanos tenemos cierta tendencia a culpabilizarnos con excesiva facilidad, con una inercia que nos viene quizá de nuestra cultura judeocristiana. Tendemos, por defecto, a cuestionarnos a nosotros cuando en realidad, a veces, deberíamos poner en tela de juicio la habilidad para pensar o escribir del escritor. La tarea de transportar las ideas desde la mente al papel es delicada y requiere un exquisito cuidado y especial destreza. En ocasiones se producen desajustes entre lo pensado y lo redactado; y por ello solemos, en ocasiones, disculparnos: “yo no quise decir eso”. No pasa nada, siempre que seamos conscientes de que escribir es un arte que se perfecciona con la práctica. Enriquecer el vocabulario y domesticar la sintaxis son tareas no menos laboriosas que esculpir una buena escultura o pintar un bello cuadro.

Los textos, además, parecen estar investidos de cierta sacralidad -la primacía del texto escrito sobre el oral- y rápidamente nos aprestamos a realizar ante ellos la genuflexión. Pero hay que perderles miedo pues si son realmente buenos deberían ser sugestivos, provocadores y generadores de sentido. Si un texto no llega a conmovernos o a cuestionar nuestras creencias, no deberíamos quizá dedicarle demasiado tiempo.

Ciertamente la época en la que nos ha tocado vivir no deja demasiado espacio para el pensamiento crítico. Abundan los mensajes cortos, propios de las redes sociales, las consignas partidistas y las falsas noticias que se cuelan como verdades inconcusas en las mentes irreflexivas. Pensar requiere silencio, sosiego y una mente despierta y activa. Elvira Lindo lo dice en un reciente artículo: “El peligro de que sea la obra de arte la que juzga a quien mira y no al contrario es que el público se acaba sometiendo a lo que dicta su grupo y no arriesga una opinión, sino que repite consignas. Se supone que una va al cine, lee un libro o escucha una canción no para engullir el mensaje trillado, sino para poner en suspenso alguna convicción.”

En resumen, que nadie sacralice un texto ni deje de leerlo solo por temor a sus dificultades. Confío en que todo esto, en general y en particular, se entienda.

(1) POR UN CRISTIANISMO CREÍBLE. Reflexiones de un cristiano de a pie (Tirant, 2024)

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