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jueves, 22 de febrero de 2024

ESCUCHADLO (Mc 9,2-10)


col labrador

 

fe adulta

Como cada año, la liturgia del segundo domingo de Cuaresma nos acerca al relato de la Transfiguración de Jesús. En esta ocasión de la mano del evangelista Marcos y, por tanto, con sus toques redaccionales y sus claves teológicas. Por eso encontramos la prominencia de la figura escatológica de Elías (nombrado antes que Moisés en Mc 9,4, a diferencia de Mt 17,3 y Lc 9,30) o el hincapié en el secreto mesiánico.

Pero, si hay algo que se repite en cada relato, más allá de la comunidad que subyazca tras su redacción final, es la expresión situada en el centro del texto como núcleo de la narración. Una afirmación puesta en boca de Dios mismo: “Este es mi Hijo amado”, que finaliza con un rotundo imperativo: “¡Escuchadlo!”.

La descripción de los discípulos muestra la complejidad del momento que viven. El evangelio nos dice que Pedro “no sabía que decir” porque todos “estaban asustados” (“aterrorizados” podría ser la traducción del término griego ἔκφοβοι). No hay que olvidar que este acontecimiento tiene lugar, según los evangelios, en pleno camino hacia Jerusalén, después de que Jesús les ha anunciado por primera vez que allí padecerá, será rechazado (por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley) y acabará muriendo. Aún más, les ha asegurado que “si alguno quiere venir detrás de mí”, ha de renunciar a sí mismo, cargar con su cruz y seguirle (cf. Mc 8,34). Junto a ello también les ha anunciado su resurrección al tercer día, pero los discípulos, tal y como nos recuerda el final del evangelio de hoy, aún no están capacitados para entender eso.

Seguramente todos podemos sentirnos identificados con Pedro, Santiago y Juan. No resulta fácil el camino hacia Jerusalén al lado de Jesús. Humanamente huimos de la cruz, del dolor y el sufrimiento. Como a los discípulos, nos cuesta entender a fondo lo que esto significa. A quienes hoy le seguimos nos alienta la experiencia pascual, la certeza de que nuestro camino cuaresmal finaliza en una Pascua alegre y plena. Pero, aunque es esta experiencia la que nos posibilita reconocer que el Resucitado no es otro que el Crucificado y que sin Cruz no hay Vida, a nuestros ojos se les hace difícil distinguirlo, a nuestra mente entenderlo y a nuestros pies ahondar sobre unas huellas que atisbamos profundas por el peso de la cruz…

Es Dios mismo, cuya presencia es simbolizada en esa nube que nos recuerda que Él nunca nos abandona (cf. Ex 13,21-22), quien nos posibilita reconocer en Jesús, -ese Jesús, el que camina hacia Jerusalén- al Hijo Amado y nos impele a escucharlo (audire), como paso previo y necesario para poder obedecerle (ob-audire). Escucharle es lo que posibilitará que su Palabra nos saque de nuestros “sustos” y nos transforme para vivir como hijas e hijos amados en el Hijo Amado.

Dice Marcos que “esto se les quedó grabado” a los discípulos. Graba, Señor, tu Palabra en nuestros corazones para que también nosotros, permaneciendo junto a ti en el camino, te escuchemos.

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