religión digital
Cada día, me descubro en un ritual disfrazándome de otra que no soy yo. Ajusto las botas de tacón de aguja en mis piernas como palillos chinos. Envuelvo mi cintura con una minifalda, balanceando mis pechos sintiendo el canalillo perfumado. En silencio, voy contando uno a uno los lunares que juegan a desafiarme en un cuerpo que no me pertenece. Maquillo despacio mi rostro, dándole un toque aterciopelado. A ellos, los puteros, les gusto “a la plancha”. Dicen que “La Doradita” es la que mejor come la pescadilla y ellos mueven la cola. Cuando pinto los labios de carmín, siento que voy con mis amigas a una fiesta de fin de año a la “Sala Espejos”, como hacíamos en el pueblo al lado del estado de Jalisco. ¡Qué será de ellas! Cierro los ojos, ¡sintiendo! que seguimos jugando a ser peluqueras debajo del puente que unía un estado con otro. Zoe Guadalupe y yo, ¡queríamos salir de México, ganar dinero y enviarlo a nuestras familias! Debajo del viaducto, construimos una cabaña. Allí vivimos nuestro tiempo adolescente: Aprendimos a fumar, beber tequila, escuchar música, y ¡soñar! Éramos tres mujeres que vivíamos y nos divertíamos con la vida. Queríamos tener nuestra peluquería, y hacer peinados a domicilio. Desde nuestro cobertizo, contemplábamos el horizonte, que nos pedía a gritos ¡¡ salid, que nada os detenga!! Este sentimiento nos mantenía unidas. Todas las noches, aparecía un cartel luminoso y desaparecía al amanecer. Teníamos curiosidad. Zoe Guadalupe y yo, nos pusimos nuestros mejores vestidos y caminamos hasta llegar a aquellos destellos de luz. Al llegar al aparcamiento, descubrimos música, coches, gritos y risas de chicas, que se divertían como nosotras. Corrimos a toda velocidad para mezclarnos entre la gente. Zoe, sintió miedo… agarré fuerte su brazo y nos metimos en la “Sala Espejos”. Entre la nube de humo, calor, y olor a rancio, desapareció. Alguien me cogió de la mano, ofreciéndome pesos y los guardó en mi bolso. Jamás había visto tanto dinero junto. Mis pupilas, como dólares petrificados, no daban crédito a lo que estaba viendo. Caí redonda en un escenario, parecido una pista de baile. Me desperté en una habitación rosa, como rosas eran las sábanas y las luces del tocador. Él estaba allí, esperando a que abriese los ojos. Levanté despacio los párpados; con el rímel corrido, no pude aclarar quién era aquel globo aerostático sentado en una esquina, como tampoco sabía qué hacía mi cuerpo en una casa que no era la mía. La mirada del hombre estaba clavada en mis pezones erguidos, asustados, llenos de miedo. Pedí agua y ¡me dio tequila! Tiré el vaso e intenté levantarme recibiendo el primer golpe de mi vida. Grité tan fuerte que me ahogué en silencio. Nadie escuchó nada. El globo desinflado por la ira, se echó encima, sin poder moverme. Tapó mi boca, sujetó mis caderas y noté su respiración entre mi camisa. Imaginé que estaba en la cabaña con Guadalupe y Zoe, hablando de nuestras cosas, de nuestra amistad y de la vida. Mientras ¡¡¡él!!! frotaba una y otra vez sus piernas contra las mías. ¡No pude escapar! De una habitación salté a ¡¡¡otra, otra y otra!!! Me daba tiempo a ducharme, cambiarme de ropa interior y comer un sándwich que la madame dejaba en la puerta de cada una de los apartamentos. No era la misma. Mi cuerpo estaba habitado por otros que venían del pueblo de al lado: “el carnicero, el frutero, ¡el hijo del mecánico! y ¡¡¡ el marido de mi vecina!!!” El burdel se quedó pequeño de chicas como yo. De madrugada, me llevaron en coche hasta la frontera del país, y desde el asiento trasero, escuché mi precio en dólares americanos. Me vendieron como cabeza de ganado, haciéndome creer que “era buena con los hombres”. El dueño de la “Sala Espejos” vendió mi cuerpo al mercado para continuar hasta Europa. Despegué en avión sentada en primera, con maletas de marca, y ropa interior, donde venía etiquetada la dirección de mi nuevo destino. Para el próximo comprador tenía cuatro años menos, y no tenía que darse cuenta de mi madurez en México. Atrás… dejé a Zoe, Guadalupe, nuestro refugio, donde mirábamos el amanecer, soñando que algún día “seríamos libres construyendo nuestros sueños”. Desde que bajé en Barajas-Adolfo Suárez, mi vida fue una noria; cambiando de “una Sala Espejos” a otra por toda España, hasta que cumplí treinta y cinco años. No era máquina de hacer dinero para mis proxenetas. Expulsada del burdel, me abandonaron en una carretera con mis pocas pertenencias. Paró la policía, llevándome a la comisaría más cercana. Pensé en mis amigas, nuestros sueños, y nuestra cabaña. ¡¡¡Denuncié!!! Era la primera vez que me llamaban por mi nombre, olvidándome del apodo “La Doradita”. Con el tiempo, escapé de las botas tacón de aguja, camisas transparentes y mini faldas. Me corté el pelo y lo teñí morado, tal y como teníamos pintada la cabaña mis dos amigas y yo. La vida iba por un lado, y yo por otro. Me ayudaron a salir, tuve suerte. Formé parte de un grupo de mujeres que convivían en un piso; lo llamé “Mi refugio”. Aprendí a saber que debajo de la piel estaba yo. Seguí contando mis lunares y puse nombre a cada uno de ellos en recuerdo de todas las compañeras que se habían quedado en el camino. La vida me había dado la mejor oportunidad. Sé que los sueños se cumplen con la fuerza del corazón y con la ayuda de otras personas, he conseguido montar una peluquería. Se llama “La cabaña de Zoe y Guadalupe” dedicada a ellas, y a tantas otras mujeres que como yo, hemos sido prostituidas y explotadas. Siempre dejo la puerta abierta para que entren en libertad, se tiñan de morado y salgan con fuerza, a ser las mujeres que siempre han querido ser, con tacones o sin ellos.
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