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miércoles, 6 de julio de 2022

UCRANIA, MELILLA Y EL BUEN SAMARITANO Domingo 15º. Tiempo ordinario. Ciclo C

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FE ADULTA

El domingo pasado, el envío de los setenta y dos discípulos nos hacía pensar en los miles de personas anónimas que difunden el evangelio en todas partes del mundo. Este domingo, la parábola del buen samaritano nos recuerda a tantísima gente que ha puesto en práctica su enseñanza. Cuando comenzó la guerra de Ucrania, hubo conductores que recorrieron miles de kilómetros para salvar a mujeres y niños y ponerlos a salvo entre nosotros. En todos los países de la Unión Europea se ofreció casa, comida, vestidos, cariño. Esto no debe hacernos olvidar lo difícil, casi imposible, que resulta a veces comportarse como el buen samaritano. Pero el contexto actual ayuda a comprender mejor la parábola y la gran dosis de mala idea.

Una receta rápida para salvarse (Deuteronomio 30,10-14)

¿Existe esa receta? ¿Es fácilmente asequible? La respuesta del Deuteronomio es clara: no hay que subir al Himalaya ni atravesar el Atlántico para saber lo que Dios quiere de nosotros. Está escrito “en el código de esta ley”, que se limita a los capítulos 12-26 del Deuteronomio. No se trata de estudiar mucho sino de convertirse con todo el corazón y toda el alma, y de poner en práctica lo que allí se dice.

Pero el Deuteronomio planteó un problema. Aunque el texto era intocable, y nadie estaba autorizado a quitar ni añadir nada, la interpretación de sus normas fue creciendo de forma incontrolada. En tiempos de Jesús, el judaísmo contaba 613 mandamientos (365 prohibiciones y 248 preceptos) capaces de volver loco a cualquier persona.

Ante este cúmulo de mandamientos, surgió el deseo de sintetizar o de saber qué era lo más importante. El rabino Hillel, poco anterior a Jesús, enseñaba: “Lo que no te guste, no se lo hagas a tu prójimo. En esto consiste toda la Ley, lo demás es interpreta­ción”. También del Rabí Aquiba (+ hacia 135 d.C.) se recuerda un esfuer­zo parecido de sintetizar toda la Ley en una sola frase: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo; este es un gran princi­pio general en la Torá”.

En los evangelios hay diversos intentos de simplificar la cuestión con una respuesta breve y drástica. El más famoso es la Regla de oro, con la que cierra el evangelio de Mateo el Sermón del Monte: “Tratad a los demás como queréis que os traten a vosotros. En esto consiste la ley y los profetas” (Mt 7,12). El tema reaparece en el episodio de hoy, cuando le preguntan a Jesús cuál es el mandamiento principal. El relato de Lucas introduce cambios muy significativos en el de Marcos.

El escriba bueno de Marcos

Los escribas, equivalentes a los doctores de teología actuales, pero con mucho más poder, autoridad y prestigio, no quedan bien en los evangelios. Generalmente aparecen junto a los fariseos, como adversarios de Jesús. Menos en este caso de Marcos, donde un escriba pregunta a Jesús cuál es el mandamiento principal, y él le responde: amar a Dios y amar al prójimo. La reacción del escriba es alabar a Jesús, que le devuelve la alabanza.

El escriba malintencionado de Lucas

El protagonista del relato de Lucas no viene con buena intención, pretende poner en un aprieto a Jesús; y no plantea una cuestión teórica (“¿cuál es el mandamiento principal?”) sino muy personal: “¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.

Jesús no cae en la trampa. En vez de responder, pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Y el legista se ve obligado a reconocer que sabe perfectamente lo que debe hacer: amar a Dios y al prójimo. Jesús, con cierta ironía, le indica que su problema no consiste en saber lo que tiene que hacer, sino en hacerlo.

Aquí podría haber terminado todo. Pero el legista, que tiene la sensación de haber quedado en ridículo, para justificarse plantea una cuestión filosófico-teológica: “¿Y quién es mi prójimo?”. Afortunadamente, Jesús no es un profesor universitario. No le da una conferencia de Antropología ni le escribe un Manual de quinientas páginas intentando aclarar esa intrincada cuestión. Se limita a contar una parábola que ofrece dos modelos de conducta: 1) la del sacerdote y el levita, que ante el pobre hombre asaltado y malherido por los bandidos dan un rodeo y pasan de largo; 2) la del samaritano que siente lástima, se acerca, echa aceite y vino en las heridas, las venda, lo monta en su cabalgadura, lo lleva a una posada, lo cuida y paga su estancia. Son siete acciones, basadas todas ellas en el sentimiento inicial de lástima.

Al legista podría resultarle ofensivo que le cuenten un cuento. Pero Jesús no le da tiempo a protestar, pasa directamente al ataque, obligándole a reconocer que lo importante es comportarse como prójimo. Para terminar diciéndole: “Anda, haz tú lo mismo”. Lo importante no es discutir sino actuar.

La mala idea de la parábola

A muchos les gustaría limitar la parábola al ejemplo del samaritano y dejarnos con buen sabor de boca. Pero Lucas, del que siempre alabamos su bondad, resulta en este caso muy hiriente. No le basta un protagonista, necesita tres. Y los elige con toda la intención: un sacerdote, un levita, un samaritano.

El sacerdote y el levita, los personajes especialmente consagrados a Dios, hacen exactamente lo mismo: dan un rodeo y siguen su camino. ¿Por qué actúan de este modo? ¿Porque son malos y egoístas? No. Porque si el herido no está herido, sino muerto, basta tocarlo para quedar impuro.

La ley es tajante: “El sacerdote no se contaminará con el cadáver de un pariente, a no ser de pariente próximo: madre, padre, hijo, hija, hermano o de su propia hermana soltera, no dada en matrimonio. Queda profanado” (Levítico 21,2-4). Si no pueden contaminarse con un pariente, mucho menos con un desconocido al borde de la carretera.

Y lo que se deduce es trágico: es la ley de Dios la que impide practicar la misericordia y comportarse como prójimo del herido.

Lucas podría haber buscado como tercer protagonista a un cura progre o a un diácono permanente sin obsesión por la ley. Elige al menos indicado: un samaritano. El personaje más odioso y despreciable para un judío, miembro de un pueblo que, según el libro de los Reyes, “no veneran al Señor ni proceden según sus mandatos y preceptos”. Irónicamente, un representante de este pueblo que no venera al Señor ni procede según sus mandatos y preceptos es quien actúa con misericordia y se comporta como prójimo.

Reflexión actual

Sin caer en la crítica injusta a obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, la parábola nos hace pensar en tantos samaritanos agnósticos, ateos, homosexuales, lesbianas, etc., que se entregan plenamente a personas necesitadas. Pero la realidad actual podría proporcionar una final muy distinto a la parábola.

«Al cabo del tiempo, el legista se presentó a Jesús y le dijo:

- Maestro, he intentado poner en práctica lo que me dijiste. Vi multitud de personas hambrientas, enfermas, desesperadas, intentando huir de la guerra y del hambre. Quise acercarme a ayudarlas, pero tropecé con vallas y muros custodiados por la policía y el ejército.

Jesús miró al cielo, suspiró y le dijo:

- Llegará un día en el que no habrá vallas ni muros. Mientras, busca en otras partes. Siempre encontrarás gente a la que ayudar.

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