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jueves, 30 de diciembre de 2021

Segundo Domingo después de Navidad

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Una homilía problemática

Predicar este año 2020 el segundo domingo después de Navidad es un desafío. La mayoría de los fieles estarán pensando en la cabalgata de Reyes que se celebrará por la tarde o en los regalos que van a hacer o recibir. Si la misa es por la tarde, ya no se dice la del domingo sino la de la Vigilia de la Epifanía. Y el evangelio es el Prólogo de san Juan, el mismo que se leyó en la tercera misa del día de Navidad, con la posibilidad de eliminar las partes referentes a Juan Bautista.

Una buena escapatoria (la segunda lectura: Efesios 1,3-6.15-18)

El sacerdote puede refugiarse en la segunda lectura, aunque tampoco sea demasiado fácil, contiene ideas importantes, fáciles de entender y que debemos poner en práctica: bendecir a Dios por todos los bienes que nos ha concedido, especialmente por ser sus hijos; darle gracias por todas las personas buenas que nos han ayudado y siguen ayudando con su ejemplo y su fe; pedirle conocer cada día más y mejor a su hijo Jesucristo. Con esto podrían volver los fieles a sus casas más que satisfechos. Pero no habríamos dichos nada de la primera lectura y del evangelio. En el comentario que envié para el día 25 traté el Prólogo de Juan. Ahora ofrezco unas ideas más fáciles de predicar comparándolo con la primera lectura.

La visión optimista de la primera lectura (Eclesiástico 24,1-4.12-16)

Las conquistas de Alejandro Magno, a finales del siglo IV a.C., supusieron una gran difusión de la cultura griega. En Judea, como en todas partes, los griegos ejercían un influjo enorme: cada vez se hablaba más su lengua, se imitaban sus costumbres, se construían edificios siguiendo su estilo, se abrían gimnasios, se enseñaba la doctrina de sus filósofos. Los judíos, al menos la clase alta, estaban encandilados con la sabiduría de Grecia. Sin embargo, algunos autores no compartían ese entusiasmo. Para ellos, la sabiduría griega era un producto reciente, obra del ingenio humano, y tenía su templo en un lugar pagano, Atenas. La verdadera sabiduría es eterna, procede de Dios, y reside en Jerusalén. Esto es lo que dice Jesús ben Sira, autor del libro del Eclesiástico, con un optimismo fuera de lo común.

La Sabiduría existe desde el principio, creada por Dios antes de los siglos; reside en la asamblea del Altísimo, donde es alabada, admirada y bendecida por todos. Entonces Dios decide trasladar su morada a Jerusalén, en la ciudad santa y escogida, y echa raíces en la porción del Señor. Ni una nube ensombrece el horizonte. La relación entre la Sabiduría eterna y el pueblo de Israel es perfecta.

La visión pesimista/optimista del evangelio (Juan 1,1-18)

Aunque en la Iglesia primitiva se identificó a Jesús con la Sabiduría de Dios, el autor del cuarto evangelio prefiere el término Palabra (muy frecuente en la teología judía de la época, con claras referencias a los antiguos profetas que recibían la palabra del Señor y la proclamaban). [No me entusiasma el cambio de la liturgia actual que usa Verbo en vez de Palabra.]

De esa Palabra comienza hablando con el mismo optimismo que el Eclesiástico: existía desde el principio, estaba junto a Dios, era Dios, todo fue hecho por medio de ella, en ella había vida y era luz de los hombres.

Pero, cuando Dios decide que la Palabra venga al mundo, «el mundo no la conoció». Ni siquiera Israel, su propio pueblo. «Vino a su casa y los suyos no la recibieron». Estamos en las antípodas de esa Sabiduría acogida y alabada de la que hablaba el libro del Eclesiástico.

¿Fracaso total? No. Algunos están dispuestos a recibirla, se convierten en hijos de Dios y contemplan su gloria, lleno de gracia y de verdad.

Jesús es el mayor regalo de Dios, idea que encaja muy bien en la Víspera de Reyes. Por desgracia, muchos no aprecian ese regalo y lo rechazan. Quienes lo acogemos tenemos motivos de sobra para agradecer la venida de «este Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad».

 

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