Aizarna, 25 de diciembre de 2021
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Hoy, Navidad, será lanzado al espacio un telescopio gigante que podría llegar a ver el nacimiento de la luz en nuestro universo. ¡El nacimiento de la luz! Se llama James Webb, y dentro de un mes llegará a su posición operativa, detrás de la luna, a millón y medio de km. de la Tierra, cuatro veces más lejos que la luna.
Desde allí, su asombroso cristalino de 6,5 m. de diámetro, hecho de berilio y recubierto de oro, cien veces más potente que el Hubble, se propone ver lo nunca visto hasta hoy por ojos humanos: cómo era el universo naciente unos 100 o 200 millones de años después del Big Bang (hace 13.800 millones de años), y cómo nacieron las primeras estrellas –¡el alba cósmica!– y las primeras galaxias y los primeros sistemas planetarios; y si en la atmósfera de innumerables planetas fuera de nuestro sistema solar y de nuestra galaxia existen indicios de que el universo entero está sembrado de vida, ¡oh maravilla!; y cómo todo ha evolucionado hasta lo que es hoy, agujeros negros incluidos –¡ver un agujero negro repleto de luz invisible!– y cómo todo seguirá evolucionando, no sabemos hacia dónde y hacia qué.
Hoy, Navidad, me transporto en imaginación a ese sofisticado observatorio de Webb… y a través de su penetrante cristalino en busca de luz releo los relatos evangélicos de Mateo y de Lucas (tan diversos entre sí, por cierto) sobre el nacimiento de Jesús. Vuelvo a mirar a Belén, Bet-lehem, “casa del pan”. Una pobre casa-gruta, un pesebre, unos animales. Una joven pareja, ella parturienta y jadeante de dolor y de esperanza, él sosteniéndola como mejor puede, lleno de inquietud y de ternura. Nace un niño, hecho de carne indigente y gloriosa. Se llama Jesús y pasará la vida haciendo el bien. En él brilla ya la liberación universal, el cumplimiento de la esperanza mesiánica, la manifestación del Infinito en la carne. La noche se ilumina. Los magos, sabios sacerdotes mazdeístas de Persia, expertos en astronomía, han visto su señal, una nueva estrella en el cielo, y salen en su busca. Un ángel consuela a unos pobres pastores que temen alguna nueva desgracia: “No temáis. Paz en la Tierra. La justicia y la paz se besan ya”. Y, llenos de alegría, se ponen en camino a donde la luz nacía, para ayudarla a nacer.
Miro el nacimiento de Belén a través del telescopio Webb, a millón y medio de km. de distancia, a la luz que le llega desde mucho más lejos. ¿Cómo de lejos? Calcula los segundos que hay en 13.700 millones de años, y multiplica la enorme cifra (que la calculadora de mi móvil no me da) por los 300.000 km. por segundo que recorre la luz. Mira a Jesús desde esa distancia, reubícalo en su irreductible y preciosa particularidad, un punto infinitesimal en un universo infinito, y quiérelo más y sigue su estela de bondad subversiva.
Con toda probabilidad, nació en Nazaret hacia el año 4 a.C., hace 2025 años, mucho menos que un milisegundo del universo, ahora mismo. Es un ser humano, varón, judío, de la especie Homo Sapiens, aparecida en este pequeño planeta hace muy poquito, 300.000 años, y que, como todas las especies vivientes, muy pronto mutará –la haremos mutar– y será reemplazada por otra especie que podrá ser mucho más humana o… aun más inhumana, en nuestras manos está. Aprende a leer los relatos evangélicos más allá de la letra, no como crónicas, sino como metáforas y poemas simbólicos, como oráculos proféticos que no hablan de lo que pasó, sino de la utopía de un nuevo mundo posible: justo, hermanado, feliz. En la nueva cosmología sin centro ni cima, en el universo infinito sin jerarquía al que nos abre el Web, no podemos seguir manteniendo la vieja teología geocéntrica ni la cristología antropocéntrica (y de la Iglesia ¿qué decir?). No podemos, por ejemplo, seguir imaginando a Jesús como única encarnación de un “Dios supremo” en un cosmos formado por billones de galaxias e innumerables planetas por descubrir e incluso por formarse. Jesús es único, como toda forma en este universo, pero no es el solo único, sino un único entre únicos, finito e inacabado, hermano solidario de todos los vivientes, hermano en camino hacia la plena fraternidad universal, encarnación particular hacia el pleno abrazo de la Paz y de la Justicia, hacia la plena Encarnación del Deseo y del Amor universal.
Miro a Belén desde Webb, pero no quiero dejar de mirar a Webb desde Belén. Quiero mirar el universo a la luz que emana de la carne particular y entrañable de Jesús. Belén, “casa del pan”, es símbolo mesiánico de la esperanza de un mundo liberado de la inequidad y del hambre. La luz particular de Jesús, como todo rayo de luz, me abre a la infinita luz universal. Es la misma luz, pero necesito unos ojos en que descubrirla.
Miro a Webb desde Belén, porque necesito confiar en que el cosmos sin medida al que nos asoman los espejos de berilio y oro del prodigioso telescopio no es puro caos huérfano y errante. Al fin y al cabo, es un pobre telescopio humano en busca de luz siempre más lejos, fuera, y siempre más cerca, dentro. Necesito confiar en que aquello más bello que cuentan los cuentos es verdadero, a pesar de todo, y en que el secreto del universo es la humilde ternura, la sencilla bondad feliz de Belén. Lo necesito, lo reconozco y no me avergüenzo. Todo el mundo necesita su Belén, cada uno el suyo, para reavivar la llama de lo más humano, para ver lo Invisible en todo lo visible. Si, de Belén a Webb y viceversa, aprendiéramos a mirar, veríamos nacer la luz en lo más cercano y en lo más lejano, en lo profundo de nosotros mismos y de todo cuanto es.
José Arregi
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