RELIGIÓN DIGITAL
Si uno lee a la ligera el pasaje bíblico que la liturgia ofrece para reflexionar sobre la festividad de Cristo rey (Jn 18, 33-37) queda un tanto mareado. Parece un diálogo de locos: preguntas que no terminan de responderse y respuestas que no obedecen a preguntas hechas (recurso estilístico típico del evangelio según Juan). Y nos dan ganas de recordarle a Jesús sus propias palabras: “Cuando ustedes digan ‘sí’, que sea realmente sí; y cuando digan ‘no’, que sea no” (Mt 5,37). Porque el desorientado de Pilatos simplemente le pregunta acerca de lo que decían que él decía (o no): que era rey de los judíos. La confusión nos ofrece la posibilidad de una aclaración porque, creo, la cuestión religiosa fundamental no se dirime proclamando si Jesús es rey o no, sino aclarando qué se entiende por reyecía y por reinado.
Exégetas y teólogos coinciden hoy en afirmar que la categoría de “reino” es el eje en torno al cual se entiende la identidad, la misión y la muerte del profeta de Galilea. Por tanto, no es un tema menor desde el punto de vista histórico y teologal; diversa cuestión es la significación que intentó dársele cuando se instituyó la fiesta litúrgica de Cristo rey (Pío XI, 1925) y el uso que se le ha dado a lo largo de la historia de la iglesia -antes y después de esa fecha-, sobre todo en lo que atañe a las relaciones entre el llamado poder espiritual y el poder temporal… pero eso es otro tema. En este breve espacio sólo quiero comentar algo sobre el trinomio Jesús-reino-Dios, y la imagen que de lo divino subyace en relación con el poder.
Cabe señalar, como me gusta decir usando lenguaje actual, que Jesús fue poco autorreferencial: cuando habla del tema -fundamentalmente en los sinópticos- no lo relaciona consigo mismo -si él es rey o no- sino con su Padre: habla del Reino de Dios y del Dios del Reino… sin confusión y sin separación. Lo primero, porque Dios no se identifica -no se agota- con ninguna realidad mediadora (ni el reino, ni la Iglesia ni su mismo Hijo) y lo segundo porque no se lo puede conocer y confesar fuera de las múltiples mediaciones, fuera de esta historia. En efecto, “a la vez que revela el designio del Padre, Jesús critica toda forma de humanismo que pretenda instaurar un Reino olvidando su último fundamento y condición de posibilidad que es la Paternidad de Dios; y en cuanto revela cuál es su voluntad histórica, critica toda iglesia, toda teología, toda fe, que intente predicar un Dios sin Reino” (J.I. González Faus). El Dios que predica Jesús no es alguien sin rostro, abstracto y a-histórico, sino que hace referencia a un Dios que reina cuando se dan ciertas situaciones históricas bien concretas. El Salmo 146 (esp.7-10) es muy iluminador al respecto: “Él hace justicia a los oprimidos, / y da pan a los hambrientos. / El Señor da libertad a los cautivos, / el Señor abre los ojos a los ciegos, / el Señor levanta a los humillados, / el Señor ama a los justos; / el Señor protege al emigrante, / sostiene a la viuda y al huérfano. / ¡El Señor reina por siempre, / tu Dios, Sión, por todas las edades! / ¡Aleluya!” Por tanto, Dios reina -se hace su voluntad- cuando se dan circunstancias humanas bien concretas y, aparentemente poco sagradas o, si se prefiere, bastante profanas, que tienen que ver siempre con la superación de situaciones de des-humanización.
Jesús vive y muere por esa “Causa” (Pedro Casaldáliga). Para él, el “reino de Dios” -con su innegable dimensión política en cuanto afecta a la vida de la polis- es lo primero y lo último: no es la Iglesia, no es “el cielo” ni la vida más allá de la muerte, no es tampoco su propia persona, no es ni siquiera “Dios” en abstracto. Lo más importante para Jesús es el Dios del reino, el Dios que escucha (de un modo particular) a las víctimas y quiere implantar la justicia en la historia. Lo último (= determinante) es, pues, el reino como promesa de Dios para la humanidad (sufriente).
Cabe recordar que “al cristianismo no se le pidió tener fe en Jesús como Dios, se le pidió creer en la buena noticia y la buena noticia era la venida del Reino de Dios” (J.L. Segundo). Y urge hacerlo porque “luego de Jesús, el fracaso de la vida terrena del Maestro, más la centralidad de la Cruz en la teología cristiana y el posible error cronológico del propio Jesús y de la Iglesia primitiva sobre la inminencia de esa llegada del Fin, fueron llevando a los cristianos a olvidar el Reino en su idea de Dios o, al menos, a cambiar el significado del Reino para poder seguir creyendo en Jesús y en Dios” (J.I. González Faus). Por eso, repetimos, cristianamente, no hay Dios sin reino ni reino sin Dios.
¿“Christus Vincit, Christus Regnat, Christus Imperat”? Depende… A este punto sería bueno recuperar la tradición teológico-espiritual franciscana que remite al Dios que se revela en Jesucristo de un modo eminente en el pesebre, la cruz y la eucaristía. Claramente, no es allí el monarca mayestático que, sentado en un trono dorado, bendice e imparte justicia (como suele representárselo iconográficamente). Muy por el contrario, alude a un Dios que se manifiesta en la carne de un bebé, de un hombre fracasado y de un pedazo de pan insignificante. Es la omnipotencia de un Dios que, libremente, se (des)vela en la im-potencia de lo aparentemente anti-divino, débil y vulnerable. Ante ello, la pre-potencia del hombre queda cuestionada. Ni sentado ni de pie: maniatado entre pañales, aferrado por clavos y encerrado en la materia inerte.
Ser rey o no serlo nos remite a la asociación que, inmediatamente, hacemos entre lo divino y el poder. Una vez más, en esa festividad de Cristo rey, lo que se pone juego es nuestra imagen de Dios (revelada en Jesús). Y no es un tema menor, puesto que, “toda la revelación de Dios es una especie de lucha con el hombre, para que éste le acepte allí donde Dios quiere revelarse: en lo último y en lo escondido, desde lo último y entre los últimos […] Pero, a pesar de esa revelación, el ser humano sigue buscando a Dios en aquello que es lo primero, lo más grande, deslumbrante y avasallador. Dios se revela en el amor y el hombre se empeña en buscarle en el poder” (J.I. González Faus).
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