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jueves, 4 de noviembre de 2021

LOS ORÍGENES 'PAGANOS' DEL DÍA DE TODOS LOS SANTOS


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De acuerdo con la tradición, fue Rómulo, fundador de Roma y su primer Rey, el que creó la tradición de estas fiestas con el fin de apaciguar al alma de su hermano gemelo, Remo, al que asesinó.

Fue en el año 609 de nuestra era –13 siglos después– cuando el papa Bonifacio IV, habiendo triunfado la Iglesia sobre las antiguas religiones romanas y habiéndose convertido en la religión oficial, sustituyó la Lemuria por la fiesta de Todos los Santos, que conocemos y celebramos hoy día.

El Día de Todos los Santos y Fieles Difuntos, que se celebran el 1 y 2 de noviembre de cada año, no fue inventado por la Iglesia Católica. Como tantas otras celebraciones, fue adoptado, y adaptado, de una tradición anterior. En este caso, de la Lemuria de la antigua Roma. Los rituales dedicados a los muertos durante tres días de mayo: el 9, el 11 y el 13.

Los romanos eran un pueblo muy supersticioso que creía que los días pares traían mala suerte. De ahí que las celebraciones tuvieran lugar en días impares, por lo que en esos días se cerraban los templos y se dejaban de celebrar bodas. A ver quién eran los valientes que se atrevían a casarse en días de tan malos augurios.

Durante esas tres jornadas los romanos por supuesto que visitaban los cementerios y llevaban ofrendas a sus seres desaparecidos, como hacemos hoy.

Pero había más.

Porque uno de los objetivos principales de estas fiestas era el de apaciguar a las almas de los llamados «lémures»; parientes que habían muerto antes de completar su ciclo vital. De forma inesperada.

Los romanos creían firmemente que, en esas fechas, los espectros de sus antepasados salían de sus tumbas e iban a visitar las casas en las que habían habitado estando en vida. Las casas de los vivos. Y porque habían muerto de esa forma, podían estar abrigando cierto resentimiento hacia los vivos.

Hacia ellos.

Con el fin de prevenir mal alguno, precisamente, los llamados «pater familias», los cabeza de la familia, realizaban un ritual nocturno ciertamente llamativo y curioso cada una de esas tres noches.

Un ritual que el poeta Ovidio, en su obra, «Los fastos», describe con detalle.

Así, el «pater familias» se levantaba hacia la medianoche y caminaba descalzo, cerrando los dedos en un puño con el pulgar en el centro, en un gesto apotropaico –por el que trataba de conjurar o prevenir la mala suerte o las influencias malignas–, lo que pensaba que le servía para alejar la posibilidad de toparse inadvertidamente con un espectro.

Con este gesto apotropaico los romanos, un pueblo profundamente supersticioso, pensaban que conjurar la posibilidad de encontrarse con un espectro en su camino.

Después se lavaba las manos en una fuente, recogía unas habas negras que luego, caminando, arrojaba tras de sí, repitiendo nueve veces lo siguiente: «Yo tiro estos frijoles. Con estas judías me redimo a mí mismo y a mis familiares».

¿Por qué judías? Porque se creía que las almas de los fallecidos recogían las judías, que tenían el mismo poder de atracción para ellos que las almas de los vivos, y le seguían.

A continuación, volvía a lavarse las manos con agua, hacía resonar objetos de bronce –se creía que la percusión ahuyentaba los espíritus– y rogaba a los espectros que dejaran la casa, dirigiéndose hacia la puerta de la calle.

También solían hacer ruidos fuertes con ese mismo fin.

Y repetía la siguiente frase otras nueve veces: «Sal, manos de mis padres».

Luego miraba hacia atrás con lo que el ritual quedaba completado.

Los romanos pensaban que de esta forma conducían hacia la puerta de la calle a los espectros de sus antepasados, como si fueran flautistas de Hamelín, alejándolos de sus hogares y evitando, así, que pudieran arrastrar a la muerte a algún miembro de su familia.

El escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe se inspiró en los lémures romanos para convertirlos, en su celebérrima obra «Fausto», en esclavos de Mefistófeles, un diablo subordinado de Satanás cuya misión era la de capturar almas de los seres humanos.

Goethe los describe como criaturas infrahumanas, remendadas con huesos, ligamentos y tendones.

De acuerdo con la tradición, fue Rómulo, fundador de Roma y su primer Rey, el que creó la tradición de estas fiestas con el fin de apaciguar al alma de su hermano gemelo, Remo, al que asesinó.

El espíritu de Remo, sin embargo, no se desvaneció. Se apareció en forma de fantasma a los amigos de su hermano que hicieran que le honraran las generaciones, lo que cumplieron.

La tradición se remontaba, por lo tanto, al siglo VII antes de nuestra era.

Fue en el año 609 de nuestra era –13 siglos después– cuando el papa Bonifacio IV, habiendo triunfado la Iglesia sobre las antiguas religiones romanas y habiéndose convertido en la religión oficial, sustituyó la Lemuria por la fiesta de Todos los Santos, que conocemos y celebramos hoy día.

Pero concentrándola en un solo día: el 13 de mayo.

Un año antes el emperador de Oriente, Focas, donó a este Papa el templo del Panteón de Roma, que originalmente se dedicó al culto a los dioses de la ciudad.

El edificio cayó en desuso a finales del siglo IV. Bonifacio IV lo convirtió en la Iglesia bajo la advocación de Santa María la Rotonda.

Sin embargo, fue el Papa Gregorio III, más de doscientos años más tarde, en el año 835, el que cambió el día de celebración al 1 de noviembre.

¿Por qué ese día? Porque fue ese día cuando volvió a consagrar dicho templo con un nuevo nombre de Santa María ad Mártires, después de trasladar a su interior, previamente, un gran número de huesos de mártires que habían estado enterrados en las catacumbas.

La nueva consagración de esta iglesia, la de Santa María ad Mártires, el 1 de noviembre del año 835 de nuestra era, fijó desde entonces la celebración del Día de los Santos Inocentes en esta fecha.

Sumando entre Roma y nuestra era, la tradición, entre una modalidad y otra, se remonta ya a 28 siglos.

Casi nada.

 

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