En abril de 2019, ante los ojos atónitos del mundo, las llamas arrasaron buena parte de Notre Dame de París, la catedral más bella del mundo, en la que tantas veces entré con profunda emoción. Pero aquellas llamas no fueron nada con el incendio devastador que el Informe Sauvé acaba de declarar, de sacar a la luz nada más, en la Iglesia de Francia, “hija mayor” de la Iglesia universal. Es un huracán arrollador, un volcán en erupción.
Las torres de Notre Dame se salvaron, y el resto pronto quedará reconstruido, pero dudo de que no ya solo la Iglesia de Francia sino la entera institución católica pueda reponerse de este seísmo, sobrecogedor por el alcance conocido y la expansión adivinada. El alcance y la extensión del dolor causado por una Iglesia que predica las Bienaventuranzas de Jesús. Por lo sabido y por lo que se intuye que queda por saber, ¿algo del andamiaje eclesiástico merece aún quedar en pie? ¿La desdicha no supera a la bienaventuranza? La pregunta puede parecer desmedida, pero irrumpe del corazón y de los labios de muchos, incontenible como una llamarada.
Y es que, por muy demoledores que sean las conclusiones del informe Sauvé acerca de los abusos sexuales sobre menores en la Iglesia de Francia, lo más demoledor es el diagnóstico que hace, y lo enuncia con un término contundente: SISTÉMICO. No se trata de la “maldad” –en la que no creo– de unos individuos enfermos, aunque sean tantísimos. Se trata de un mal sistémico, una pandemia que se deriva, como de modo inevitable, del sistema mismo sobre el que se sostiene la vieja y actual institución eclesial. Quien quiera entender que entienda, y que nadie se equivoque de tratamiento.
No son episodios, anécdotas puntuales, diluidas e insignificantes dentro de la incontable masa de clérigos y religiosos de la Iglesia católica. No, los abusos sexuales eclesiásticos son sistémicos, y ¿cómo nos extrañaremos de que mucha gente lo traduzca como “sistemáticos”? Ahí están las cifras, los horrores que dejan al descubierto. La pedofilia clerical y religiosa se sitúa solo por detrás de la que tiene lugar en la esfera familiar y en el entorno de amistades –esferas y entornos en los que, de acuerdo a la mera sociología, encontraríamos más católicos que no católicos–, por delante de todos los demás ámbitos sociales: deporte, educación, ocio… Y cualquiera puede adivinar que las cifras del Informe se quedan muy cortas, pues solo recoge los casos que cuentan con testimonio personal directo.
Aun celebrando que haya sido la propia Conferencia Episcopal Francesa la que puso en marcha una investigación rigurosamente neutral, estremece que haya tardado tanto (que todos hayamos tardado tanto…), y cabe dudar de que ahora lo haya hecho por propia iniciativa. Y estremece preguntarse hasta dónde llegarían las cifras si todos los países, empezando por los más católicos –o por esta misma España de ayer y de hoy todavía–, investigaran los hechos como en Francia. Contra las palabras que el evangelio de Mateo pone en boca de Jesús, “las puertas del infierno han podido con la Iglesia”. Claro que Jesús no lo podía saber, porque nunca se imaginó siquiera que aquel movimiento de transformación espiritual, social, política, que estaba brotando de aquellas palabras que había proclamado sobre las colinas y las llanuras de Galilea (“Dichosos vosotros, los pobres, porque llega el Reino de Dios y es para vosotros”) fuera a convertirse en el sistema que acabó siendo hasta hoy.
El problema es sistémico. Los sujetos de los abusos son individuos, pero el origen de su conducta es el sistema eclesiástico. Los individuos son enfermos, pero el sistema es maligno. Es malsana y maligna, por no decir perversa, la antropología maniquea de la sexualidad: la condena de toda relación sexual como pecaminosa salvo dentro del matrimonio canónico, el tabú y la diabolización del placer, la exaltación de la castidad, el celibato obligatorio, la culpabilidad obsesiva, el deseo reprimido, la sublimación frustrada que busca su compensación en la autoridad sobre almas y cuerpos, tan manifiesta en los abusos sexuales. Es malsano el sistema clerical: el celibato obligatorio, la sacralización del estado, la exclusión de la mujer, la profunda homofobia tan característica de los clérigos homosexuales.
Es malsano e incluso perverso el discurso sobre el pecado como culpa más bien que como daño, y el discurso sobre el perdón como absolución de la culpa más bien que como reparación y sanación del daño. Es alienante y neurotizante la práctica canónica de la confesión sacramental, que ni siquiera existió hasta el s. XIII: alguien comete un abuso sexual o incluso una violación, busca un sacerdote, se confiese de haber cometido un “pecado contra la castidad”, recibe el perdón de Dios en el perdón del sacerdote, queda libre de su culpa, y recupera la tranquilidad de su conciencia hasta la próxima ocasión. Y, por una transferencia perversa pero lógica, el niño abusado o la joven violada siguen torturándose, se sienten culpables de la culpa del abusador o del violador absueltos en confesión. El infierno.
Está bien que el papa, la conferencia episcopal y la conferencia de Religiosas y Religiosos haya reconocido su inmensa pena y su vergüenza absoluta. Pero no basta. Como no bastará con agravar las penas para los “culpables”. No hay culpables, hay heridos, y quienes hieren están también heridos, y es preciso que queramos curar a todos: a las víctimas primero, y a los victimarios después. Tampoco bastará con suprimir el secreto de confesión (antes habría que suprimir el sacramento mismo de la confesión o penitencia en su forma actual). Si queremos que el infierno no siga prevaleciendo en la Iglesia que se dice de Jesús, es necesario que deje que las llamas devoren el sistema, sus raíces y soportes teológicos y canónicos, y lo transfiguren por entero con su Derecho Canónigo, su modelo clerical de Iglesia y toda su teología y su antropología patriarcal y maniquea. “He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cómo quisiera que estuviera ardiendo!”: eso sí que lo dijo Jesús, aunque ni siquiera sería preciso que lo hubiera dicho.
Y que la Iglesia sea –no digo vuelva a ser– lo que Jesús soñó para aquel movimiento galileo sin fronteras ni tabús ni sistemas de poder. Y que, despreocupada de sí y de sus dogmas y cánones, se dedique en cuerpo y alma a lo más urgente y necesario: el respeto, el cuidado y la curación de todos los heridos, la santidad o la salud o la salvación de la vida en la Tierra.
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