Dos Teresas, la una con diminutivo, Teresita, la otra con el nombre tal y como suena, Teresa, ocupan, en el santoral de la Iglesia, el inicio y el medio del mes de octubre. La primera es Teresa de Lisieux (Francia), por el lugar donde falleció el 1897; su festividad se celebra el 1 de octubre y es conocida con el nombre completo de Teresita del Niño Jesús. La segunda es Teresa de Ávila, por el lugar donde nació el 1515; su festividad tiene lugar el 15 del mismo mes y su nombre completo es Teresa de Jesús; nombre este que se aplicaba ella misma y que pudo considerar ratificado en su interior, según cuentan, por la supuesta respuesta que recibió de un niño con quien se topó, mientras bajaba las escaleras del convento de la Encarnación “¿Cómo te llamas, niño hermoso?”, le preguntó esta. A lo cual Él contestó “Y tú, ¿cómo te llamas?”. “Yo soy Teresa de Jesús”, dijo ella. A lo cual Él respondió “Pues yo soy Jesús de Teresa”.
Si nos retrotraemos al momento de su muerte, tres siglos y un poco más les separan a ambas. Dos vidas diferentes en muchos aspectos; en la duración concretamente: 67 años en el caso de Teresa frente a los 24 de Teresita; pero, además, y, sobre todo, en la forma de vida que ambas llevaron: andariega y fundadora, en el caso de Teresa de Ávila; recluida en el monasterio y dada de manera exclusiva a la mística y la oración, en el caso de Teresita de Lisieux. Vidas en absoluto contrapuestas, más bien idénticas, pues para ambas el amor era el único motivo y la única razón de todo su ser y su quehacer. “Solo el amor es el que da valor a todas las cosas”, solía decir Santa Teresa de Jesús. “Comprendí que, sin amor, todas obras son nada, aún las más brillantes” repetía con insistencia Santa Teresita del Niño Jesús.
El gran dilema de la mayoría de las religiones, yo diría que siempre de manera implícita, es la apuesta por “creer” frente a “confiar”; conceptos aparentemente iguales, pero que, en la práctica, marcan actitudes profundas, más que diferencias, frente a la vida de las personas que se dicen creyentes. Es verdad que, en el caso de algunas, se trataría más bien de sectas o de grupos sectarios, incluso dentro de las propias religiones, las creencias es su objetivo último; entendido el concepto creencia como el cúmulo de verdades, afirmaciones, dogmas, etc., que conformarían el contenido de fe de dichas religiones o grupos. No debemos olvidar, por otro lado, que las afirmaciones éticas o los consejos morales hacia el buen comportamiento ya son válidos por sí mismos; pero lo son aún más cuando unas y otros llegan acompañados por el testimonio de quien lo afirma o aconseja, quizás por aquello de que “las palabras mueven, pero los ejemplos arrastran”; o porque son afirmaciones o consejos referidos de alguien que se implicó por ellas y ellos hasta las últimas consecuencias. El caso del Evangelio y la apuesta de Jesús por poner en práctica todo lo que decía y enseñaba es, sin ningún género de dudas, el más claro y evidente, al menos para quienes se consideran o nos consideramos seguidores suyos, más que creyentes en Él. Pero no es este un peligro reciente o de tiempos no demasiado pretéritos; ya en los primeros momentos de la Iglesia apostólica, el peligro de quedarse en la fe (creencia) fue tal que el propio apóstol Santiago se vio obligado a decir que la “la fe sin obras es una fe muerta” (Sant. 2,17). Debe ser, quizá, por aquello de que los dogmas comprometen muy poco o nada, frente a la exigencia profunda y constante de quien apuesta y confía en la persona que dijo y se implicó hasta el final con aquello que dijo.
Teresa y Teresita vivieron momentos en que la fe y sus verdades ocupaban o debían ocupar el centro de la vida de toda persona cristiana. Teresa experimentó, por su parte, algunas de las incomprensiones, advertencias y vicisitudes por parte de los tribunales de la “Santa” Inquisición, aunque en menor medida que su confesor y director espiritual, Juan de la Cruz; pero no por ello menos dolorosas interiormente. La razón no fue otra que poner la experiencia personal del amor de Dios por delante de cualquier otra verdad, por muy sagrada que dicha verdad fuera tenida; y es que no corrían buenos tiempos para la mística que conllevaba el peligro de desplazar al dogma y las “santas verdades”. No era lícito que una “mujer” se atribuyera la experiencia de un Dios próximo y cercano que por entonces quedaba reservada de manera exclusiva a quienes ostentaban el cargo de custodiar, y a buen recaudo, las verdades sagradas del compendio de la fe: varones todos ellos.
Los tiempos que le tocaron vivir a Teresita no fueron tan convulsos como los de Teresa; entre otras cosas, porque la virulencia doctrinal y dogmática de la Reforma y la Contrarreforma había amainado o, para ser más exactos, se había hecho menos visible; aunque, no por ello, menos dolorosa. Teresita pasó una gran parte de su corta vida, excepto los años de infancia y adolescencia, recluida en la clausura del Carmelo. El poco “aire” que llegaba de fuera a las monjas no era precisamente de libertad y de presencia de un Dios próximo y cercano. Pocos años antes de nacer ella, 1864, el Papa Pío IX había publicado el Syllabus, donde se exponían todos los errores de la sociedad moderna que la Iglesia condenaba. Otra vez el dogma y la verdad de la Iglesia, por boca del Papa, se imponían por encima de cualquier otra manera de vivir la experiencia de Dios y de la fe. Bien es verdad que Teresita no recibió ninguna advertencia del exterior, como sí que fue el caso de Teresa, pues su vida pasó desapercibida sobre todo para los de “fuera”; sin embargo, sí que fue reprendida en diversas ocasiones por sus superioras; a pesar de lo cual, ello no le impidió vivir siempre abandonada al buen Dios por el que se sentía locamente amada.
Dos mujeres, Teresa y Teresita, de un Dios próximo y lleno de vida frente a “verdades” de fe que muchas veces alejan y solo ofrecen indiferencia.
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