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viernes, 1 de octubre de 2021

EL PROBLEMA DEL DIVORCIO Y LA BENDICIÓN DE LOS NIÑOS Domingo XXVII

 col sicre artFE ADULTA


La formación de los discípulos, a la que Marcos dedica la segunda parte de su evangelio, abarca aspectos muy diversos y no sigue un orden lógico. Si el domingo pasado se habló de amigos y enemigos, y del problema del escándalo, el evangelio de hoy se centra en el divorcio. El relato contiene dos escenas: en la primera, los fariseos preguntan a Jesús si se puede repudiar a la mujer, y reciben su respuesta (10,2-9); en la segunda, una vez en la casa, los discípulos insisten sobre el tema y reciben nueva respuesta (10,10-12). Aquí terminaría la lectura breve que permite la liturgia. La larga añade el episodio de la bendición de los niños (10,13-16), muy relacionado con lo anterior, porque mujeres y niños son los seres más débiles de la sociedad familiar. Y Jesús se pone de su parte.

El ideal inicial del matrimonio (Génesis 2,18-24)

En el Génesis, Dios no crea a la mujer para torturar al varón (como en el mito griego de Pandora), sino como un complemento íntimo, hasta el punto de formar una sola carne. En el plan inicial no cabe que el hombre abandone a su mujer; a quienes debe abandonar es a su padre y a su madre, para formar una nueva familia. Las palabras de Génesis 1,27 sugieren claramente la indisolubilidad del matrimonio: el varón y la mujer se convierten en un solo ser.

La triste realidad del divorcio

De acuerdo con lo anterior, cualquier judío sabe que Dios crea al hombre y a la mujer para que se compenetren y complemen­ten. Pero también sabe que los problemas matrimoniales comienzan con Adán y Eva. El matrimonio, incluso en una época en la que la unión íntima y la convivencia amistosa no eran los valores primordiales, se presta a graves conflictos.

Por eso, desde antiguo se admite, como en otros pueblos orientales, la posibilidad del divorcio. Más aún, la tradición rabínica piensa que el divorcio es un privilegio exclusivo de Israel. El Targum Palestinense (Qid. 1,58c, 16ss) pone en boca de Dios las siguientes palabras: «En Israel he dado yo separación, pero no he dado separación en las naciones»; tan sólo en Israel «ha unido Dios su nombre al divorcio».

La ley del divorcio se encuentra en el Deuteronomio, capítulo 24,1ss donde se estipula lo siguiente: «Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de divorcio, se la entrega y la echa de casa...»

Un detalle que llama la atención en esta ley es su tremendo machismo: sólo el varón puede repudiar y expulsar de la casa. En la perspectiva de la época tiene su lógica, ya que la mujer se parece bastante a un objeto que se compra (como un televisor o un frigorífico), y que se puede devolver si no termina convenciendo. Sin embargo, aunque la sensibilidad de hace veinte siglos fuera distinta de la nuestra (tanto entre los hombres como entre las mujeres), es indudable que unas personas podían ser más sensibles que otras al destino de la mujer. Este detalle es muy interesante para comprender la postura de Jesús. En cualquier caso, la ley es conocida y admitida por todos los grupos religiosos judíos. Por eso resulta desconcertante, a primera vista, la pregunta de los fariseos a Jesús.

Los fariseos y Jesús (Mc 10,2-9)

Cualquier judío piadoso habría respondido: «Sí, el hombre puede repudiar a su mujer». Sin embargo, Jesús, además de ser un judío piadoso, se muestra muy cercano a las mujeres, las acepta en su grupo, permite que lo acompañen. ¿Estará de acuerdo con que el hombre repudie a su mujer? Así se comprende el comentario que añade Mc: le preguntaban «para ponerlo a prueba». Los fariseos quieren colocar a Jesús entre la espada y la pared: entre la dignidad de la mujer y la fidelidad a la ley de Moisés. En cualquier opción que haga, quedará mal: ante sus seguidoras, o ante el pueblo y las autoridades religiosas.

La reacción de Jesús es tan atrevida como inteligente. Porque él también va a poner a los fariseos entre la espada y la pared: entre Dios y Moisés. Empieza con una pregunta muy sencilla: «¿Qué os ha mandado Moisés?». Luego contraataca, distinguiendo entre lo que escribió Moisés en determinado momento y lo que Dios proyectó al comienzo de la historia humana. Al recordar «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre», Jesús rechaza de entrada cualquier motivo de divorcio.

La aceptación posterior del repudio por parte de Moisés no constituye algo ideal, sino que se debió a «vuestro carácter obstinado». Esta interpretación de Jesús supone una gran novedad, porque sitúa la ley de Moisés en su contexto histórico. La tendencia espontánea del judío era considerar toda la Torá (el Pentateuco) como un bloque inmutable y sin fisuras. Algunos rabinos condenaban como herejes a los que decían: «Toda la Ley de Moisés es de Dios, menos tal frase». Jesús, en cambio, distingue entre el proyecto inicial de Dios y las interpretaciones posteriores, que no tienen el mismo valor e incluso pueden ir en contra de ese proyecto.

Los discípulos y Jesús (Mc 10,10-12)

Esta escena saca las conclusiones prácticas de la anterior, tanto para el varón como para la mujer que se divorcian. Las palabras: Si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio, cuentan con la posibilidad de que la mujer se divorcie, cosa que la ley judía solo contemplaba en el caso de que la profesión del marido hiciese insoportable la convivencia, como era el caso de los curtidores, que debían usar unos líquidos pestilentes. En cambio, la legislación romana admitía que la mujer pudiera divorciarse. Por eso, algunos autores ven aquí un indicio de que el evangelio de Marcos fue escrito para la comunidad de Roma. Aunque en los cinco primeros siglos de la historia de Roma (VIII-III a.C.) no se conoció el divorcio, más tarde se introdujo.

Reflexión sobre el divorcio

Cada vez que se lee este evangelio en la misa, donde los matrimonios que participan no están pensando en divorciarse, y las religiosas no pueden hacerlo, cabe pensar que podría haber sido sustituido por otro. Sin embargo, la realidad del divorcio se ha difundido tanto en los últimos años, y afecta de manera tan directa a muchas familias cristianas, que es bueno recordar el ideal propuesto por el Génesis de la compenetración plena entre el varón y la mujer. Hay motivos para que los que siguen unidos den gracias a Dios y para pedir por los que se hallan en crisis y por los que han emprendido una nueva vida.

Los niños, los discípulos y Jesús (10,13-16)

La escena anterior ha tenido lugar «en casa». Ahora se supone que han salido a la calle y ocurre lo siguiente.

Si llevan los niños a Jesús para que los toque, es porque sus padres piensan que el contacto físico con un personaje religioso excepcional será beneficioso para ellos.

¿Por qué los reprenden los discípulos? ¿Porque molestan a Jesús? ¿Porque lo distraen de cosas más importantes? En el fondo, late la idea de que los niños no merecen atención.

La importancia de los niños en relación con el reinado de Dios la hemos visto en el Domingo 25, a propósito de Mc 9,36-37. A lo comentado entonces podemos añadir que en Israel se valoraba especialmente la inocencia de los niños; un midrás tardío decía que la Sekiná marchó al destierro, no con el Sanedrín ni con las secciones sacerdotales, sino con los niños (Eka Rabbati 1,6).

Al final, los padres obtienen mucho más de lo pedían. Querían que Jesús tocase a sus hijos. Él los toma en brazos y los bendice.

Reflexión sobre el bautismo de niños

Desde el siglo II hasta san Agustín se discutió acaloradamente en la Iglesia si los niños debían ser bautizados, o debía esperarse a que fueran adultos. En nuestros tiempos vuelve a plantearse el problema. Lo que no admite duda es que el niño bautizado recibe el reino de Dios como puro regalo, sin  mérito alguno, por la fe de sus padres. En este sentido, es un ejemplo perfecto para quienes piensan que forman parte de Dios por sus propios méritos. Nos invitan a todos a recordar nuestro bautismo con agradecimiento y humildad.

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