Si el domingo pasado no hubiera coincidido con la fiesta de la Asunción, habríamos terminado de leer el debate de Jesús sobre el pan de vida. Lo curioso, y extraño, es que el evangelista no cuenta la reacción final del auditorio. Anteriormente, en dos ocasiones, ha interrumpido a Jesús mostrando su desacuerdo. Ahora no dice nada, como si no mereciera la pena seguir discutiendo. Sin embargo, se cuenta la reacción de los discípulos, con dos posturas muy distintas (unos lo abandonan, otros lo siguen) y el aviso de la traición de uno de ellos.
Abandono
Es un momento de crisis muy fuerte. Hasta ahora, los discípulos no han tenido ningún problema, aunque debemos reconocer que las noticias del cuarto evangelio sobre ellos son escasas hasta este momento. Ha contado la vocación de los cinco primeros (Juan, Andrés, Pedro, Felipe, Natanael), pero no la de los otros muchos que se fueron agregando, ni siquiera la elección del grupo de los Doce. Las referencias de pasada son positivas. En las bodas de Caná se dice que «creyeron en él» (Jn 2,11). Cuando purifica el templo, se acordaron de lo que dice un salmo («El celo por tu casa me devora») y justifican su actitud violenta (Jn 2,17). No lo conocen todavía muy a fondo, porque cuando les dice: «Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis», lo único que se les ocurre pensar es que alguien le ha traído de comer (Jn 4,32-33). En el importante episodio de la curación del enfermo de la piscina, con el largo discurso posterior de Jesús, el evangelista ni siquiera los menciona (Jn 5).
Tras este extraño silencio, en la multiplicación de los panes y los peces y el debate en la sinagoga de Cafarnaúm, los discípulos adquieren gran protagonismo. Pero divididos en dos grupos: la mayoría y los Doce.
La mayoría abandona a Jesús. ¿Por qué? Ellos lo justifican diciendo que «este discurso» (o` lo,goj ou-toj) es duro, intolerable, inadmisible. No se refieren solo a la idea de comer su carne y beber su sangre; se refieren a todo lo que ha dicho Jesús sobre sí mismo: que es el enviado de Dios, que ha bajado del cielo, que resucitará el último día a quien crea en él, que él es el verdadero pan de vida. En el fondo, comer el cuerpo y beber la sangre de Jesús equivalen a «tragárselo», a aceptarlo tal como él dice que es. Y eso, la mayoría de los discípulos, no está dispuesto a admitirlo. Lo han visto hacer milagros, pero eso no les extraña. También en el Antiguo Testamento se habla de personajes milagrosos. Sin embargo, ninguno de ellos, ni siquiera Moisés, dijo haber bajado del cielo y ser capaz de resucitar a alguien. Si Jesús hubiera aceptado ser rey, como ellos habían pretendido poco antes, si se hubiera limitado a hablar de esta tierra y de esta vida, no se habrían escandalizado y lo seguirían. Ellos quieren un Jesús humano, no un Jesús divino.
En su respuesta, Jesús empieza echando leña al fuego: si se escandalizan de lo que ha dicho, podría darles más motivos de escándalo. Su problema es que enfocan todo desde un punto de vista humano, carnal; y para creer en él hay que dejarse guiar por el espíritu. Pero esto solo lo consigue aquel a quien el Padre se lo concede. Estas palabras de Jesús resultan desconcertantes: por una parte, cargan la culpa sobre los discípulos que se sitúan ante él con una mirada puramente humana; por otra, responsabiliza a Dios Padre, ya que solo él puede conceder el acceso a Jesús («nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede»).
Quizá el evangelista está pensando en los cristianos que han abandonado la comunidad a causa de las persecuciones o por cualquier otro motivo. ¿Qué les ha pasado a esas personas? ¿Es solo culpa suya? ¿Hay un aspecto misterioso, en el que parte de la culpa parece recaer sobre Dios? Pensando en la gente que conocemos y cómo han evolucionado en su vida de fe, estas preguntas siguen siendo de enorme actualidad.
Seguimiento
El momento más dramático se cuenta con enorme concisión. Tras el abandono de muchos solo quedan los Doce. La pregunta de Jesús («¿También vosotros queréis marcharos»), sugiere cosas muy distintas: desilusión, esperanza, sensación de fracaso… La respuesta inmediata de Pedro, como portavoz de los Doce, recuerda a su confesión en Cesarea de Filipo, según la cuentan los Sinópticos: «Tú eres el Mesías».
Pero hay unas diferencias interesantes. Pedro no comienza confesando, sino preguntándole: «Señor, ¿a quién iremos?» Abandonar a Jesús y volver a sus trabajos es algo que no se les pasa por la cabeza. Necesitan un maestro, alguien que los guíe. ¿Dónde van a encontrar uno mejor que él? ¿Uno cuya palabra te hace sentirte vivo? Lo primero que hace Pedro es reconocer que necesitan a Jesús, no pueden vivir sin él. Luego sigue la confesión de fe. Pero no dice que Jesús sea el Mesías, sino «el Santo de Dios». No queda claro que quiere decir Pedro con este título, que solo aparece una vez en el Antiguo Testamento, aplicado al sumo sacerdote Aarón (Sal 106,16). En el Nuevo Testamento, Mc y Lc lo ponen en boca del endemoniado de la sinagoga de Cafarnaúm, que lo aplica a Jesús (Mc 1,24 = Lc 4,34; Mt omite este pasaje). Sin duda, Pedro confiesa que Jesús está en una relación especial con Dios, sin meterse a discutir si ha bajado del cielo.
Traición
En el texto litúrgico, este tema solo aparece de pasada: Jesús sabía «quien lo iba a entregar». Si no hubiesen mutilado el evangelio, quedaría mucho más claro. Porque, inmediatamente después de la intervención de Pedro, Jesús añade: «“¿No os he elegido yo a los Doce? Pero uno de vosotros es un diablo.” Lo decía por Judas Iscariote, uno de los Doce, que lo iba a entregar.»
Con ello surge una nueva pregunta y un nuevo misterio: ¿por qué Judas no abandona a Jesús en este momento, cuando tantos otros lo han hecho? ¿Por qué Jesús, si lo sabe, lo mantiene en el grupo? ¿Cómo puede llegar alguien a desilusionarse de Jesús hasta el punto de traicionarlo?
El compromiso de los israelitas con Dios (Josué 24,1-2.15-18)
La decisión de Pedro y los otros de seguir con Jesús recuerda a la de los antiguos israelitas de mantenerse fieles a Yahvé, Dios de Israel. Estamos en el capítulo final del libro de Josué. Los israelitas, bajo sus órdenes, han conquistado todo el territorio que Dios les había prometido. En ese momento, Josué reúne a todas las tribus en Siquén, les recuerda los beneficios pasados de Dios y les ofrece la alternativa de servir o no servir a Yahvé. Es un diálogo espléndido, dramático, en el que Josué, contra lo que cabría esperar, se esfuerza por convencer al pueblo de que no sirva a Yahvé: es un dios celoso, y no los perdonará si lo traicionan. Sin embargo, los israelitas porfían en que quieren servirlo, y todo termina con la alianza entre el pueblo y Dios.
La selección litúrgica ha mutilado la intervención de Josué, el diálogo con el pueblo, y el final. De 28 versículos, solo se han salvado 6.
Si el texto se hubiera leído completo, ofrecería una relación más clara con el evangelio. Tanto Josué como Jesús hablan de manera clara y dura, como queriendo desanimar a sus seguidores. La gran diferencia radica en la diversa reacción de los oyentes. El texto de Josué ofrece un final feliz, ajeno por completo a la realidad: de hecho, los israelitas siguieron sirviendo a otros dioses y abandonando a Yahvé. El evangelio traza un cuadro más realista, incluso pesimista: muchos discípulos abandonan a Jesús; solo quedan doce, y uno de ellos será un traidor.
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