Fe Adulta
Existe una tendencia humana en todas las culturas a exagerar el papel de los signos y manifestaciones que las representan. No es que ocurra conscientemente otorgar a los signos una importancia por encima de la vivencia que representan, es que la praxis diaria suele derivar en dicha tendencia. Resulta necesario, por tanto, resituar dichas expresiones simbólicas en el contexto de lo que expresan. De lo contrario, existe un peligro real de que las liturgias y otras expresiones formales rituales se conviertan en lo esencial. De hecho, determinadas fallas en los formalismos establecidos llegan a considerarse faltas muy graves en la comunidad correspondiente, mucho más que algunas transgresiones a lo verdaderamente esencial que dichos formalismos y signos representan.
Es lo que nos pasa en las formas católicas, que hemos convertido en la práctica un medio en un fin ante el desvarío de algunas formas que empobrecen aspectos esenciales del Mensaje; un caso evidente es la actitud formal en la mayoría de las eucaristías.
La palabra “celebración” indica una actitud que, ni por asomo se percibe entre la feligresía. Tampoco ayuda el excesivo peso litúrgico del celebrante. Cualquiera que entre en una Iglesia en plena misa sabe lo que estoy diciendo. Hay signos que evidencian una falta real de espíritu comunitario en la Eucaristía, comenzando por la disposición física de los fieles. Si el templo está lleno, no hay nada que decir. Si las normas de prevención del covid-19 nos obligan a estar separados, tampoco. Pero cuando en la misa se congrega la mitad del aforo o un tercio de gente o menos en circunstancias sanitarias normales, la mayoría de feligreses dan la imagen de aislarse físicamente del resto. No toman la iniciativa de arracimarse en torno al altar u ocupar los primeros bancos haciendo comunión física con el celebrante.
En las pocas veces que el sacerdote se anima a pedir que los fieles se acerquen y compartan cercanos la Eucaristía, es una minoría la que se mueve desde los bancos de atrás. Solo es posible la imagen de comunidad reunida, de verdad, en torno al altar cuando la misa se celebra en una capilla lateral y el reducido espacio impide la dispersión. Algún lector o lectora se preguntará dónde está el grave problema. Bien; ¿se imaginan esto mismo en otro tipo de celebración, por ejemplo una boda o una entrega de premios? ¿Qué significa esta actitud?
1 – Que el espíritu con el que muchos católicos se acercan a la misa es individualista. No hemos asimilado el carácter esencialmente comunitario de esta liturgia. No lo vivimos como un signo de la presencia de Cristo rememorando la última Cena con el mensaje que allí se transmitió con claridad en una celebración -aquí sí- de amigos seguidores de Jesús.
2 – Que el espíritu celebrativo no es tal o es muy pobre. Al no vivirse como algo comunitario y participativo, se nos ha olvidado el significado profundo de “celebrativo”, de lo que debemos celebrar dentro del templo y fuera de él a lo largo de la semana.
3 – La propia liturgia de la misa pierde así su valor. No nos sentimos hermanos de quienes comparten la Eucaristía. Y pierde su valor también la comunión misma del pan y el vino. La “común-unión” con el amor de Cristo y con los hermanos se ha desvalorizado manteniendo la importancia litúrgica, ceremonial y fría. Aun así, hay quienes defienden y toleran las misas en latín con el celebrante de espaldas. ¿Qué tiene esto que ver con la Buena Noticia de Cristo?
4 – Ya no recordamos que el lavatorio de los pies que aparece solo en el evangelio de Juan tienen la altura teológica de compartir el pan y el vino. Es decir, que el servicio al hermano es lo esencial y el meollo de la Eucaristía por ser el resumen de todo el Mensaje en lo que hoy llamamos Jueves Santo o Día del amor fraterno.
No se habla de esto en las parroquias aunque urge una revisión de nuestra actitud parroquial en torno a las formas de expresarnos por lo que ellas indican la importancia de lo que estamos viviendo. Creo que nuestras celebraciones no están a la altura de lo que celebramos realmente. Incluso me parece que algunos eclesiásticos y una parte del mermado laicado que acude regularmente a ellas, está contento con esta forma de expresar su fe. La responsabilidad de nuestros obispos y demás curiales es evidente, pero no es solo suya ante esta imagen clericalista poco evangélica. Los laicos nos hemos acomodado en la piadosa tibieza acrítica frente a reforzar el compromiso que exige nuestra fe.
Muchos signos celebrativos católicos se han impuesto al Mensaje. Están vacíos para muchas personas. La consecuencia es cada vez menos sacerdotes, menos fieles en las misas y una sensación de que nuestra Iglesia es de viejos, aferrada al tradicionalismo formal como una seguridad mundana más. Signos que no son señales de liberación evangélica para la mayoría de personas que buscan a Dios, siendo como es la esencia de la evangelización que nos pidió el Maestro.
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