RELIGIÓN DIGITAL
Carta abierta de un joven gay a Dios con motivo de la última declaración de la Santa Sede sobre la bendición de parejas homosexuales
Algún lugar del mundo, 15 de marzo de 2021
Señor:
Hoy soy solo uno más de tus hijos, que puede ser tu hija, también, y a quien llamas con nombre propio, con plena dignidad. Yo, Señor, hoy me siento como Job. Estoy ahora mismo ante una iglesia, solo, con la luz del mediodía. La gente pasa y ni ve la iglesia, porque ya es parte del paisaje. No es nada nuevo. Tampoco es nuevo lo que hoy dijo tu siervo. No es nuevo que nos llamen personas con “tendencias objetivamente desordenadas” y que nos pongan el sello del pecado. No es nuevo. Pero siempre que se reafirma es doloroso, muerde el alma como el mal espíritu al corazón de tus santos. Y recuerdo las noches sin dormir, porque no podía sacarme de encima este deseo, estas ganas de amor “desviadas”, “mal encaminadas”, “con un objetivo erróneo”. Recuerdo la adolescencia negándome a mí mismo, escondiéndome. Con miedo a sacar a relucir mi secreto. Recuerdo mi miedo. Miedo, Señor, que mata la esperanza, que mata la vida. Señor, ¿tu camino no era el de la Verdad y la vida? ¿Por qué estuve tantas veces muerto?
¡Cuántas veces, Señor, me dijeron que esto era una prueba tuya! Que todo esto era una suerte de treta para probar hasta dónde podía darme a ti, hasta dónde lo dejaba todo por seguirte, hasta dónde podía negarme a mí mismo. Señor, me decían que me ibas a dar la vida si moría a este pecado. Pero yo moría entero, estaba muerto entero, como si nunca me fuera a llegar la vida.
Hoy me planto frente a esta iglesia tuya, donde tantas conversaciones hemos tenido. Y recuerdo toda la consolación que me has dado, toda la vida que me has dado tan gratuitamente. Recuerdo incluso el amor que me ha venido en forma de otro hombre, como yo. Ese amor que sé que ha venido de ti, a salvarme de mí mismo, de mis cerrazones, de mis angustias, de mis miedos, y me ha llenado de esperanza y de sentido de misterio. A estos recuerdos me aferro, Señor, para no perder el norte.
Hoy me planto frente a esta iglesia tuya, donde tantas conversaciones hemos tenido. Y recuerdo toda la consolación que me has dado, toda la vida que me has dado tan gratuitamente. Recuerdo incluso el amor que me ha venido en forma de otro hombre, como yo. Ese amor que sé que ha venido de ti, a salvarme de mí mismo, de mis cerrazones, de mis angustias, de mis miedos, y me ha llenado de esperanza y de sentido de misterio. A estos recuerdos me aferro, Señor, para no perder el norte.
Ya no estoy en edad, pero recuerdo el desasosiego que me llevaba a pensar en que me odiaras, en que repudiaras lo que sentía. Señor, fueron días en que no quería ni estar vivo. En que me despreciaba, me odiaba. Señor: odio, miedo, desesperanza, repudio, cerrazón, obsesión, ¿todo esto viene de ti? Ya sé que no.
Señor, veo la iglesia delante de mí cerrada: estarán almorzando. Y luego pienso, ¿esta es la Iglesia que tú querías? ¿Esta de puertas cerradas, con olor a polilla, de columnas de piedra, de retablos de oro? ¿Esta de cardenales que acusan, de poderosos que presionan, que atornillan, que le matan el vuelo a la libertad, a la novedad y al encuentro? Señor, en muchas partes de esa Iglesia me han hecho a un lado, se han asustado conmigo, por miedo a esa autoridad. Me han negado la vocación que tengo por ser como soy. Me han dicho que mi sacerdocio es inviable por mi “tendencia profundamente arraigada”. Señor, yo no la tengo profundamente arraigada.
La tengo como algo más de mi persona, que no me quita ni me pone, que simplemente es. Solo tú sabes por qué me hiciste así y cuál es tu plan conmigo, pero quería yo entregarme al servicio a tu Iglesia y me cerraron las puertas. Algo que ni siquiera constituye el centro de mi vida pasó a ser una “tendencia profundamente arraigada” ese día. Como si el objeto de mi deseo afectivo se volviera algo crucial, determinante. Como si lo que hiciera con mi genitalidad (que Tú creaste, que Tú me diste y que agradezco) fuera algo exento de ti, exento al Amor, a la vida, a la Verdad. Todo parece siempre reducirse a eso: a rechazar mi carne, a plantearme un dualismo entre mi cuerpo y mi alma que no viene de ti.
Luego quise apoyar desde el laicado. Y siempre viene el miedo, Señor. A no encontrarme un presbítero tan abierto, a encontrarme con argucias argumentativas que justifican la doctrina de mi dolor, que justifican la injusticia que siento que se me hace. A encontrarme con que incluso me pueden negar la subida a tu altar y la comunión, como si eso no fuera conmigo. Me escondo en muchos escenarios por miedo, me da miedo mostrarme como soy, decir lo que siento. Todos pueden hablar de sus parejas, de sus amistades, de sus amores, menos yo. Yo tengo que ser prudente. ¿Por qué, Señor?
Te hablo desde mi fragilidad, Señor, desde mi dolor, desde mi soledad. Te hablo desde las palabras sin decir, desde las palabras sin entender. Te hablo desde mis días de pobreza, de miseria, de dolor de consciencia desesperada, de sueños rotos, de necesidad de amor, cariño, libertad, paz. De todo eso que solo tú nos das. Te hablo desde el miedo a que esto se lea y que me censuren, que me castiguen. Te hablo desde una prisión que me he hecho y me han hecho.
Hoy, Señor, te hablo desde aquí y te veo en la cruz, todo lleno de heridas, de insultos, de agravios. Te veo condenado por el sanedrín, acusado de no obedecer la Tradición, de poner a la persona que sufre antes que la Ley. Por curar en sábado, por poner al leproso en el medio, por andar con prostitutas y pecadores, por andar con lo excluido, con lo condenado, y por no pedirles nada más que amor. Hoy me siento como Job, Señor, gritando desde mi pequeñez, diciéndote que me duele. Diciéndote desde todo lo que no sé que te necesito. Sabiendo que mi grito es el de un pueblo, el pueblo católico sexualmente diverso al que hoy le han dado un nuevo golpe. Por estas razones te escribo como anónimo: por miedo, por mi fragilidad, por mi condición de pecador (como todo ser humano, no por gay), y porque siento que así muchas personas se verán reflejadas en estas palabras. Por eso también quiero que se publique, para que no nos sintamos solos, sino que somos comunidad, como tú quieres.
Por estas razones te escribo como anónimo: por miedo, por mi fragilidad, por mi condición de pecador (como todo ser humano, no por gay), y porque siento que así muchas personas se verán reflejadas en estas palabras. Por eso también quiero que se publique, para que no nos sintamos solos, sino que somos comunidad, como tú quieres
Señor, desde aquí te pido que me ayudes. Y que me des fuerzas, porque veo mi lucha vana, incierta. Porque me siento mal en una Iglesia que me va a maltratar cada tercer año de este modo. Porque cada paso hacia adelante significa dos para atrás. Dánosla a todos los que dudamos de la santidad de tu Iglesia, para que podamos discernir tu camino, para que podamos seguir contigo, aunque a muchos les pese. Danos consciencia de que no quieres victorias, sino luchas por la justicia, aunque estén perdidas; que no quieres coronaciones mundanas, títulos cardenalicios y presbiterales mundanos, sino obras de misericordia. Que repitamos “bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. Que vivamos en esta esperanza, Señor, y que amemos mucho, en nuestros trabajos, en nuestras familias, en nuestras camas, en todas partes, a quien sea y como sea, pero siempre amando.
Te ama,
Tu creatura gay.
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