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La curación de la suegra de Pedro es el relato más corto del Evangelio de Marcos y podemos calificarlo como primera escena comunitaria de Jesús con los suyos: los miembros de la incipiente comunidad están juntos en el espacio privado de una casa. Simón y Andrés, Santiago y Juan, las dos parejas de hermanos, están ya vinculados a Jesús desde la llamada recibida en el lago. Los cinco forman un cierto “bloque” mientras que la suegra de Simón está fuera del grupo: ellos de pie y ella separada, en cama y con una fiebre que “la posee”, le dicta el espacio en que debe estar (la cama) y la mantiene a distancia de los demás.
“Le hablan enseguida de ella”: se sobreentiende que es Simón quien toma la palabra, quizá también su mujer, y hablan de ella como de alguien ausente. Jesús, después de lo que oye, toma la iniciativa y franquea la distancia que le separa de la mujer. Su acción principal -“la levantó”, usando el mismo verbo de resucitar, va acompañada de dos gestos: acercarse y agarrarla de la mano. Al aproximarse y establecer contacto con la mujer, ella ya no esté separada, lejos o fuera, sino agarrada de la mano de él y erguida: Jesús ha suprimido la distancia, la ha puesto a su misma altura y ahora pueden mirarse a los ojos. Consecuencia: desaparece la fiebre que la postraba y la excluía.
El final del relato evoca una comida comunitaria en la que la excluida está ahora incorporada y se pone a hacer lo que sabe: servir. No como “rol de género”, sino desde esa diakonía que, según Jesús, es la marca del discípulo/a. Su manera de agradecer es precisamente esa y como ahora “está en pie”, puede inclinarse para servir.
Vamos a dar ahora la palabra al único personaje femenino de la escena – sin nombre propio y solo existente gracias a su yerno – para que nos cuente su propio relato en versión actualizada:
“Además de la dichosa fiebre, la verdad es que estaba pasando una mala racha y, de haber tenido más fuerzas, me hubiera puesto a tararear lo de “Hoy no me puedo levantar” de Mecano. Se me había vuelto borrosa la frontera entre los síntomas de la gripe y la sensación sombría de que me estaba haciendo vieja: tenía fatal los huesos, empezaba a sentirme inútil, se me había quemado varias veces la comida, ya no acertaba a enhebrar la aguja y derramaba la sopa porque me temblaban las manos. Me estaba metiendo poco a poco en un bucle tóxico que me hacía imaginar murmuraciones siniestras a mi alrededor: “no hay que hacerle mucho caso, se está volviendo hipocondríaca y maniática”; “todo el día nos está dando la brasa con sus batallitas y sus achaques”; “mejor que se quede quieta y no haga más estropicios en la cocina”; “piensa que, como tiene una buena pensión, puede hacer lo que le dé la gana…”. Tengo que reconocer que en aquel momento, además de paracetamol, estaba necesitando Prozac.
Así andaban mis ánimos, por los suelos, cuando vi de pie delante de mi cama al nuevo amigo galileo de mi yerno. Me dijo su nombre y yo el mío, se sentó a la cabecera y empezó a preguntarme cómo me sentía, desde cuándo estaba fastidiada y qué remedios tomaba. Me contó que también a su madre le dolía la espalda y que le iba a pedir la receta de un ungüento que aliviaba la artrosis de las manos. Le dije que de joven yo había vivido cerca de su pueblo, en Séforis, y que allí había aprendido a hacer unas rosquillas riquísimas. Él también las había comido en Nazaret y quedamos en que se las haría algún día. Luego me preguntó si me sentía con fuerzas para levantarme, me sostuvo mientras lo intentaba y, mientras me iba incorporando despacio, él silbaba algo que dijo se cantaba en las fiestas de su pueblo. Luego me acompañó hasta la cocina y me dejó allí.
Cuando nos sentamos a cenar aquella noche, yo traje las rosquillas que había preparado para todos. “- Están buenísimas, dijo, mejores que las mi madre, pero jamás lo repetiré si ella está delante…” Todos nos reímos y la velada se prolongó mientras yo iba y venía ocupándome de servirles; esa noche dormí tan profundamente como no recuerdo haberlo hecho nunca…”
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