Redes Cristianas
Entiendo perfectamente a Iñaqui Gabilondo. No me extraña que se haya despedido de su análisis político diario en la SER. Hace mucho, desde el primer momento, consumada la maniobra del tránsito de la dictadura a otra cosa, sentí indignación. Y luego, a medida que se asentaba la situación, indiferencia hacia la política recién insugurada tras asomarme un corto espacio de tiempo a un canal de televisión llamado “Parlamento”.
Y desde luego desgana por analizar lo que ocurría la política; todo en el camino que yo presuponía previsto por los muñidores de la pimpante imitación de democracia. Y esa indignación, indiferencia y después desgana eran, y son, debidas a un hecho crucial en mi consideración: el singular nacimiento del ordine nuovo. Todo, para mí, estaba viciado, falseado, manipulado por los legatarios franquistas redactores la Constitución, que incluía en el paquete la monarquía y el Borbón preparado durante décadas por el tirano.
Y es que sabiendo como sabemos que, si al argumentar una de las dos premisas del silogismo (es decir, el punto de partida, la base del razonamiento), las dos o sólo la mayor son inconsistentes o falsas, la conclusión de dicho silogismo es necesariamente falso (algo que desde el principio, en esta España deficientemente democrática recorre de punta a cabo prácticamente todos los debates parlamentarios). Pues la premisa mayor tiene doble cara torticera.
Por un lado la Constitución y por otro la transición (sin mayúscula) con las que se suponía se inauguraba una democracia, estaban tan viciadas de manipulación por parte de quienes la cocinaron como de consentimiento del pueblo que la votó. Viciado, porque los votantes eran presa del miedo a un nuevo golpe de estado militar dada la tensión psicológica vivida en la que sonaban a toda hora ruido de sables. De ambas circunstancias: por un lado una Constitución ad hoc elaborada por ilustres franquistas (sin ningún representante del pueblo, como podía haber sido, por ejemplo, el gran Cañamero); y por otro lado, una masa electoral deseosa de superar cuanto antes una situación nerviosa y sumamente inestable, era fácil vaticinar que las cosas habrían de ir en adelante por los caminos por los que han discurrido la política y la justicia pese a pertenecer España a la Unión Europea…
Es decir, predominio de las clases sociales protegidas por la dictadura, un ejército sin depurar más franquista entonces (y quizá ahora) que el mismísimo Franco, un poder bancario y financiero fermentado en la dictadura, una religión que conservaba sus privilegios hasta el extremo de haber inmatriculado la Iglesia decenas de miles de inmuebles a lo largo de cuatro décadas, y un poder judicial compuesto por jueces y magistrados asimismo tallados en la Escuela Judicial con mimbres en extremo autoritarios, al menos en las materias más delicadas: la territorial y la interpretación de la ley en la que la epiqueia (interpretación según su espíritu, no su letra) era automáticamente postergada en cualquier intento de tocar el sentido de la Unidad territorial, de someter a referéndum la monarquía y de modificar o abolir la Constitución años más tarde.
En efecto. En esas condiciones mentirosas se inauguró la nueva España. Libre del dictador, pasó España de manera sofisticada su control de hecho a manos de sus herederos ideológicos: los numerosos funcionarios de categoría que permanecían en las instituciones, los no menos numerosos mandos militares que permanecían en su puesto y, sobre todo, los no menos inumerables miembros de la judicatura cuyo sentido de la justicia política y constitucional no podía estar muy lejos de los principios del movimiento franquista que habían jurado.
Y ninguno de los tres estamentos -la columna vertebral del ordenamiento jurídico y político-, sin depurar. Semejantes condiciones no permitían pensar a cualquiera que estuviese despierto, en la efectiva apertura a una democracia que no estuviese férreamente controlada y vigilada. El propio y flamante nuevo Borbón, preparado concienzudamente por el régimen y personalmente por el tirano, había jurado esos Principios del Movimiento, que no iba a traicionar. Primero, porque no iba a renunciar a verse de la noche a la mañana como flamante rey, y segundo porque aunque fuese tornadizo, no se lo hubieran permitido los controladores del sistema nuevo.
Forjado, pues, todo con el espíritu franquista, todo lo que viene sucediendo desde 1978 “estaba escrito”. Dos partidos políticos convencionalmente antagónicos en lo accesorio pero de acuerdo en dos materias sustanciales: privatización de la energía y conformidad con la monarquía incluso pese a decirse republicana una de las dos. El colmo de la desfachatez.
Expuesto esto en los términos relacionados se hace evidente que analizar discursivamente un escritor o un periodista las derivadas de una situación mantenida así 43 años, era excesivamente forzado además de inútil. Sólo servía para el lucimiento personal de la razón bien construida frente a un disparate tras otro. ¿Qué interés intelectivo puede haber para un psiquiatra o para un filósofo en hacer pública, día tras día, una batería de argumentos en sí mismos lapidarios frente a malintencionados o a gente casi carne de presidio? Este periodista honesto, objetivo y esforzado lo ha intentado mucho, quizá demasiado, tiempo. Entre otras cosas, porque a diferencia de lo que me ocurre a mí, él vive de su profesión. Pero al fin se ha dado cuenta y abandona. No era posible continuar, ya sin fuerzas, “empachado”, como dice él, y sin hacernos sospechar que se estaba haciendo cómplice de una colosal impostura nacional.
Yo sé que esto lo he escrito de diversas maneras muchas veces desde el principio de la trapisonda. Pero ahora pienso en la fatiga, en el hastío de Gabilondo que se parece al mío, porque no puede argüirse con interés verdadero acerca de luchas encarnizadas en el poder político sabiendo, además de todo lo dicho, que el poder político es un simple lacayo del económico, del judicial y del religioso; que la situación de partida, tras largo recorrido, no podía desembocar en otra cosa que en un país políticamente semi descompuesto, agravadas las cosas ahora por una pandemia extraña y una nevada de envergadura sin precedentes. Eso, más el analizar situaciones técnicas parlamentarias sin orden ni concierto, intervenciones de diputados plagadas de exageraciones, de invenciones y de mentiras cuyo análisis no puede suscitar interés alguno a un buen retórico.
Comprendo perfectamente, pues, lo que le ha hecho abandonar a Gabilondo, Nada de todo eso puede animar y menos estimular en absoluto al orador o a quien escribe. Nadie puede tomarse en serio enfrentamientos parlamentarios burdos, de trazo grueso, groseros, carentes de la minima ironía, sin razón alguna de peso y basados en acusaciones reiteradas mentirosas cuyo único propósito es el desgaste no del adversario, sino del enemigo en toda la extensión de la palabra. Y todo ello precedido por la carga de profundidad de la que yo parto explícitamente a menudo pero que él, como todo profesional del análisis y del periodismo ha de olvidar porque si tiene constantemente en la cabeza el comienzo viciado mencionado del que parto, se le haría imposible proseguir su razonar. Pero por eso mismo también aprovecho la ocasión para dejar constancia de que pocos escritos míos analizan hechos políticos del día a día puntuales. Y por eso tampoco entro a fondo en las cuestiones.
Pues si esforzarse cada día en que reluzca la verdad, inducir a la moderación que templa la hostilidad cercana al cuerpo a cuerpo de la guerra a través la política, cuando ésta es sobre todo pelea callejera de personajes pedantes y redichos, si no le vale la pena a un Gabilondo de 78 años, imaginaos a un don nadie gustoso de escribir y razonar de 82. Pues analizar con estilo, con elegancia y con soltura semejantes desencuentros en un parlamento público intoxicado, o fuera de él cruces de mensajes oficiosos o soflamas o mítines del peor estilo, es como pedir a un corresponsal de guerra que envíe a la redacción de su periódico los partes de guerra en prosa poética. Esta, creo yo, es la iluminación que le ha llegado por fin a Gabilondo. La que me llegó inmediatamente a mí, porque a fin de cuentas a nadie debo responder salvo a mi propio discurrir…
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