ECLESALIA
Una muchedumbre inmensa que no coincide, ni mucho menos, con el número de santos y santas que aparecen en el santoral de la Iglesia católica. Entonces, estos otros santos y santas, ¿quiénes son?; ¿por qué son considerados como santos?; ¿quiénes les ha declarado como tales?
“Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: «Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?» Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás.» Me respondió: «Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero”. (Apoc 7,9. 13-14)
Pues sencillamente son los que vienen de la “gran tribulación” que no es otra que la vida misma, la de cada día. La que ha tocado, toca y seguirá tocando vivir a cada persona con más o menos dificultades. Porque aquí es donde se fragua la santidad, y no en otro sitio. Ya que la santidad no es una cuestión de apartados y de segregados, sino de insertados hasta lo más profundo, hasta la médula, hasta el mismo meollo. Después unos y unas tendrán quienes les echen una mano de cara al reconocimiento público. Otras y otros quedarán en el anonimato para siempre o, en el mejor de los casos, en el recuerdo de los suyos, de los propios, de los más cercanos o de unos pocos a quienes les causaron admiración profunda o de quienes aprendieron que vivir de verdad se hacía de otra manera, como esos hombres y mujeres por quienes sienten admiración, respeto y deseo de imitarlos para dar un sentido diferente a sus vidas personales.
Hombres y mujeres que se dejaron y se dejan moldear por el amor, porque, a pesar de poseer muy poco o nada, descubrieron y descubren que esa era y es la mayor de las riquezas, la única que les podía y les puede hacer felices de verdad; dándose cuenta a la vez que, si lo comunicaban y lo comunican, podían y pueden hacer felices también a otras personas. Un “amor” sin epítetos ni calificativos, sin mayúsculas ni minúsculas; un amor sin credos ni ideologías; un amor ajeno al color de la piel y al tipo de lengua. ¡Qué más da! Era un amor que, sin saberlo o no, teniendo o no conciencia de ello, procedía y procede, a la postre, de la intimidad más profunda de sus corazones, el lugar exclusivamente reservado para el más absoluto e infinito de los amores: el Dios de Jesús, del que muchas y muchos nunca oyeron hablar.
Hombres y mujeres que no supieron ni saben qué era o qué es eso de la humildad, porque para ellas y ellos eso de ser los últimos era y es lo más normal y natural, pues se trata de algo que les sale de dentro, puesto que nadie se lo ha enseñado. Más aún, cuando en algunos momentos se dieron y continúan dándose cuenta de que, viviendo de esa manera, conseguían y consiguen que los pobres y los “nadies” podían y pueden llegar a ser los primeros, al menos por algún momento.
Hombres y mujeres, muchos de los cuales no frecuentaron ni frecuentan templos ni santuarios; tampoco mezquitas, sinagogas, pagodas ni otros lugares de culto. Y no lo hicieron ni lo hacen ahora porque su verdadera y única religión consistió y consiste en practicar la justicia para con los más desfavorecidos y apostar por la verdad frente a las inmensas ofertas de falsedad y de engaño que cierto tipo de personas e instituciones infundieron y siguen infundiendo por doquier; a pesar de que la apuesta que hicieron por la verdad y la justicia les acarrearon y les siguen acarreando problemas y dificultades, a veces serias, en sus propias vidas.
Hombres y mujeres que, sin dar voces ni hacer ningún tipo de aspavientos, apostaron y siguen apostando por la palabra y el diálogo para aportar al menos un poco de solución a los conflictos; normalmente a los que no salen en los medios públicos, pues ellos y ellas no se consideran “importantes”, ni tampoco la sociedad en general los tiene como tales. Pero sí, a esos conflictos, roces y enfrentamientos familiares, de amistad, de vecindario, de pueblo y de barrio que tanto degradan y destrozan la convivencia diaria que es, al fin y al cabo, la que les toca tan de cerca que, de no solucionarse, puede llegar a crean un clima irrespirable.
Hombres y mujeres que en medio de tanta tirantez, tensión y crispación creyeron y continúan creyendo que había y hay que apostar por renunciar a la condena y al castigo como el mejor de los sistemas a la hora de corregir cualquier tipo de desviación personal o social; y poner al menos algunas dosis, cuantas más mejor, de perdón y de misericordia.
Hombres y mujeres, en definitiva, que jamás emitieron ni emiten ningún tipo de juicio sobre las razones o falta de las mismas que haya podido tener o aducir alguien para perpetrar cualquier tipo de acción negativa, incluso hasta el crimen más aberrante. Por eso precisamente, son hombres y mujeres que creyeron y siguen creyendo que a nadie se le puede negar nunca una oportunidad ni tampoco se le puede decir “esta es la última”.
Pues bien; ninguno de ellos ni de ellas tendrán jamás personas devotas, porque tampoco tuvieron quienes les aupase a los altares ni escribiera nada sobre vidas que fueron y siguen siendo normales y corrientes. Los altares y las hagiografías están reservadas para quienes tuvieron y tienen vidas “excelsas” y prosélitos que veneran sus “hazañas”.
Para ellas y ellos el mejor de los altares fue su conciencia. Y el único y gran devoto, el Dios del amor que creyó en ellos desde el principio y lo continuará haciendo por toda la eternidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario