Mt 14, 22-33
9 de agosto de 2020
El Evangelio de este domingo se enmarca en una sección del texto de Mateo en el que Jesús se presenta como un líder religioso diferente. Los versículos anteriores narran la capacidad de Jesús de saciar y alimentar al ser humano más allá de la necesidad del pan cotidiano, un signo que sitúa a Jesús como fuente de abundancia y de sentido de la vida. Crece así la visibilidad de un Mesías que, más allá de los signos, supone una liberación y una bendición para quien decide seguirle. Conectado a este pasaje, se narra una experiencia fundamental que el discipulado ha de ajustar para que el seguimiento sea auténtico: reconocerle como el referente y el vínculo esencial desde una profunda confianza.
La escena sitúa a los discípulos lejos de Jesús, las olas azotaban con violencia, pues el viento les era contrario. Podría ser la descripción metafórica de una situación de crisis, de unas circunstancias vitales que avanzan en contra y desestabilizan la vida. Y es Jesús quien se acerca a ellos caminando sobre las aguas, es decir, trascendiendo la realidad y revelando su identidad verdadera. Revela una energía que puede contrarrestar la fuerza del mal viento que a veces nos azota. Aparece así la tensión entre el miedo y la confianza. La eterna cuestión de si la fe tiene espacio en nuestras noches y tormentas personales.
El miedo es humano, es lógico sentirlo ante situaciones de amenaza e inseguridad, incluso es bueno porque nos lleva a reaccionar para protegernos. Sin embargo, un miedo fuera de control es signo de dependencia y de cadenas internas que paralizan el proceso de la vida. No es diferente el miedo del ámbito espiritual al humano. Funciona de la misma manera, incluso su dinamismo es idéntico. Lo opuesto a la fe no es el ateísmo sino el miedo; nos agarramos a las creencias mentales para sujetar esa fe, pero sólo amarramos ideología y pensamientos automatizados que justifican nuestra falta de confianza auténtica. Necesitamos signos que avalen nuestra posición ante la vida, pero la fe nos lleva por el camino de la confianza sin evidencias. Esto no lo soporta un ego enarbolado. La confianza parte de la experiencia de que, contra todo pronóstico, la identidad esencial no se destruye y nace una fuerza que vence al miedo, impulsando a actuar con osadía y libertad.
Queremos signos que calmen la ansiedad que vivimos ante la incertidumbre de estas situaciones, pero nuestra mente nos introduce en una espiral de desconfianza hasta experimentar el límite de nuestra humanidad. La desconfianza nos lleva a reaccionar con hundimiento, o bien disfrazándonos de poder, como le ocurre a Pedro, cuyo resultado es más debilidad y no sentir un suelo-aguas donde apoyarse. Activar la confianza a fondo perdido, sin signos, sin sentir, sin evidencias, hace su trabajo humano y espiritual transformando el miedo en decisiones valientes que nos capacitan para escuchar interiormente: - Tranquilizaos, soy yo. No tengáis miedo.
FELIZ DOMINGO
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