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lunes, 24 de junio de 2019

Radiografía contra el desencanto


Gabriel Mª Otalora
Redes Cristianas
Mi padre solía decir que la vida no es un día de fiesta ni un día de luto, sino un día de lucha, que puede desembocar en una experiencia capaz de hacernos fuertes y más humanos a medida que vamos cumpliendo etapas. O acabar en todo lo contrario, convertidos en una caricatura de lo mejor que pudimos haber sido. (Dicen que no hay papel pequeño cuando un actor es grande).
Instalados en la seguridad de los conocimientos y en otros asideros intelectuales y materiales, los adultos tenemos propensión a abandonar valores y compromisos en la medida en que el camino deja de ser confortable y seguro. Los primeros años del siglo XXI acarrean mucho desencanto y “mi corazón vive por encima de sus posibilidades”, en expresión poética de Antonio Pereira. Ahora existen viejos de treinta años, y personas de setenta que no se sienten mayores. El añorado José Luis Martín Descalzo dibujó hace varios lustros una guía que quiero rescatar porque no ha perdido un ápice de actualidad sobre cuando el ser humano se convierte en un viejo de verdad. Según sus sabias reflexiones, uno se avejenta cuando ha perdido una serie de batallas, da igual a qué edad. Él lo resumía así:
La primera batalla se da en torno al amor a la verdad y suele ser la primera que se pierde. Uno estaba seguro en sus años juveniles que viviría con la verdad por delante. Pero pronto descubre que en esta tierra hay caminos más cortos y la mentira parece rentable y útil. En estos tiempos, no son pocos los que creen que la verdad no lleva a ninguna parte.
La segunda batalla tiene lugar en el terreno de la confianza. Se entra en la rueda de la vida creyendo que los hombres son buenos: si de nadie somos enemigos, ¿cómo alguien quiere serlo de nosotros? Y ya ahí, esperándonos, el segundo batacazo…
La tercera es más grave, porque ocurre en el mundo de los ideales; uno ya no está seguro de las personas, pero cree aún en las grandes causas de su juventud, en la familia, en tales o cuales ideales políticos… Entonces descubre que el mundo ni es perfecto, ni mide la calidad de las banderas ni la de sus seguidores; lo que mide sobretodo es el éxito. ¿Y quién no prefiere una mala causa triunfante a una buena que ha sido desplazada o ninguneada? Es el momento en que un trozo del alma se seca.
La cuarta batalla es la más romántica. Confiamos en la justicia y la santa indignación habla por nosotros. Todavía creemos en la paz. Pensamos que el mundo es recuperable, que el amor y las razones de una lucha por un mundo mejor son suficientes frente a otros intereses. Pero comenzamos a desconfiar de la blandura de unos, de la rigidez de los otros; que se puede dialogar con éstos pero no con aquéllos… hasta que decidimos “imponer” nuestra paz violenta y nuestras “santísimas” coacciones.
Pero todavía quedan algunas ráfagas de entusiasmo, leves esperanzas que rebrotan leyendo un libro o viendo una película. Pero llega un día en que las consideramos meras “ilusiones” poco conectadas a la realidad; nosotros estamos de vuelta y nos convencemos sin ayuda de nadie que no debemos engañarnos, que “no hay nada que hacer”, que “el mundo es así” y que el ser humano es triste. Los alegres ahora nos parecen poco menos que insustanciales.
Perdida esta batalla del entusiasmo, a la persona solo le quedan dos caminos. El primero, engañarse creyendo que triunfa a base de taponar con sucedáneos los huecos del alma en los que un día habitó la esperanza. El segundo, rescatar las dosis necesarias de humildad para aceptar las leyes de la vida, y que nuestro barco es frágil y va a la deriva, hambrientos de ideales y afectos, vacíos, sin alegría, sin rumbo, sin alma pero que sigue buscando. Será entonces, nos dice Martín Descalzo, cuando se pueda recuperar terreno perdido en tantas batallas, independientemente de la edad que tenga cada cual.
Nunca es tarde para recomenzar; nunca: es la base de toda esperanza para valorar tantas cosas estupendas que nos perdemos pretendiendo la excelencia perfeccionista. Volvamos al Evangelio, la fuente de toda madurez que aprende a crecer exuberante como la floresta en la naturaleza: en medio de chaparrones y tiempos inclementes.

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