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jueves, 4 de abril de 2019

Es la interpretación, estúpidos

 Redes Cristianas
Jaime Richart, Antropólogo y jurista
 
Después de la experiencia de estos últimos cuarenta y cuatro años, y visto todo lo sucedido en su transcurso, se me ocurre que, de haber vivido Franco 20 ó 30 años más, esta Constitución y el mapa político-administrativo vigente le hubieran servido al aggior­namiento de su ideología: la Constitución de 1978 reempla­zaría a las Leyes Fundamentales del Reino, nombraría jefe de Estado al­que ya tenía preparado para rey, y él pasaba a la reserva para vigi­lar la transición y cuidar que en adelante todo lo fundamental se ajustase a su ideario.

Con un partido conserva­dor libre de sospe­chas y otro progresista pero dócil en alternan­cia; con una Diputa­ción en cada provincia, una Audiencia Nacio­nal atenta a los ama­gos de sublevación, un Tribunal Consti­tucional corrigiendo la tenta­ción de todo desvío, un Tribu­nal Supremo a lo suyo pero emi­nentemente conservador, y un Se­nado repleto de adictos al Nuevo Régimen, España hubiera se­guido su andadura como una balsa de aceite. Así, gradual­mente, se hubiese podido llegar algún día a la de­mocracia sin es­peciales contratiempos ni dolor. Yo mismo hubiera podido su­gerírselo dada mi cercanía en su última época, des­tinado en la Fis­calía General del Estado; destino al que muy pronto renuncié.
Al fin y al cabo, la mayoría de las leyes franquis­tas eran impeca­bles, técnicamente. Sencillamente porque sus redacto­res, el legis­lador, no estaban presionados por los mercados, ni apremia­dos por la impaciencia, como lo están ahora. Y distintos concep­tos que suenan bien, como “seguridad”, “derechos”, “coges­tión, etc, estarían cumplidamente atendidos, en la teoría, de esta misma Constitución. Pues así es cómo se pone de manifiesto que la Constitución no fue más que un apaño de siete redactores prove­nientes del Régimen. Ninguno procedía de las clases popula­res. Se metió en el paquete a votar, a la monarquía. El ejér­cito vigilaba. El pueblo temía un golpe de Estado a la muerte del dictador y estaba deseando pasar página cuanto antes, por eso firmó lo que fuese con tal de empezar una nueva vida polí­tica henchida de libertades. No eran aquellos momentos para ana­lizar el contenido del texto de esta Constitución, ni lo tram­posa que podría ser…
 
Ésta es sin duda la razón de que, según el CIS, un 70 por ciento de los españoles sea fa­vorable a la reforma de la Constitución. Y a propósito de ella, dos pilares: un referéndum monarquía-república, por un lado, y la entro­nización del Estado Federal. Sin embargo, en tanto esto no su­ceda, entiendo que no es la Constitución el pro­blema más grave, por arriba, que tiene España.

Pues, a pesar de es­tar viciada en ori­gen y ser centralizadora, contra natura por las muy distintas sensibi­lida­des geográficas, el verdadero pro­blema ha está en la pésima voluntad interpretativa del texto constitu­cional mostrada por los gobiernos que se han ido su­ce­diendo, por parte del TC, por parte del TS y por parte del perio­dismo oficialista al que se suma un periodista sa­lido de cloacas. Pu­diendo haberla inter­pre­tado con flexibilidad de otro modo –casi to­das las normas suelen te­ner más de una lec­tura- gobierno, TC, TS y periodismo ofi­cia­lista, además sub­vencionado, siempre han interpre­tado las nor­mas para cerrar el paso a la auténtica libertad de expresión, al de­sarrollo de las libertades participativas y a toda posi­bilidad de avance de la idea republicana. Y también, para impe­dir el cambio del sis­tema electoral que prima a los dos parti­dos de la alternan­cia.
Cuando España comenzó la nueva singladura, esta “aventura de­mocrática”, el pueblo esperaba muchas cosas. La esperanza era el motor. Era lógico y natural. Pero luego, a medida que han ido pa­sando los años, se ha ido agravando más y más la frustra­ción. En lu­gar del esperado saneamiento de la sociedad, se ha re­velado la co­rrupción generalizada en la clase política y empresa­rial. En lugar de la esperada disminución de las desigualdades, las desigualdades se han ido ensanchando todavía más.
En lugar del esperado pro­greso político y la esperada separación de pode­res del Estado, la clase política se ha mostrado en general más oportunista que servi­dora pública, cuando no malhechora, y los tres poderes se han mani­festado semi fundidos en uno. En lugar del ejercicio democrá­tico a través del referéndum y de las consul­tas populares previstas en la Constitución y, eventual­mente, la esperada autodeterminación de los territorios y pue­blos de España, no sólo no ha habido lugar ni al uno ni a las otras en ningún caso y circunstancia, sino que se ha reaccionado por parte de esas cuatro instituciones con parecida represión a la franquista, a pesar de que la Constitución prevé re­feréndum y con­sulta popular en su artículo 149, 32º, sólo dependien­tes de la autorización del gobierno de turno.
Es un cúmulo de cosas que hace indeseable las condiciones en que se ha ido manifestando esta democracia que parece un simula­cro. Porque luego, ahí está la permisividad del ejecutivo y del legisla­tivo hacia los poderes fácticos; la benevolencia de la justicia hacia los miembros indeseables y, eso sí, felones que han saqueado las arcas públicas; la respuesta de los gobiernos, del TC, del TS da­das al pueblo y a sus demandas a lo largo de es­tas cuatro décadas so­bre distintas cuestiones… Todo lo que hace aflorarlas fuerzas ocul­tas manejadas por los poderes bancarios, financieros y de las grandes empresas, y por los reaccionarios franquistas a los que a ve­ces se unen los falsos socialistas con los que comparten los benefi­cios de las puertas giratorias (139 mi­nistros y altos cargos desde 2014, según “Público”).
Fuerzas que fre­nan la evolución de­mocrá­tica e in­terpretan las normas de cual­quier rango, más en cla­ves franquis­tas que en términos de la tolerancia que caracteriza a los estados mo­dernos y avanzados. Es más, hubiera bastado una ver­dadera sepa­ración de los pode­res del Estado, una interpretación razonable de los artículos de la Constitución, del código penal y otras normas concomitantes, res­pecto al orden público, respecto al País Vasco y Cataluña y otras cuestiones de calado, por un lado, y una interpre­ta­ción implacable de las leyes punitivas para castigar a los políti­cos expoliadores haciéndoles devolver hasta el último euro el producto de su nauseabunda rapiña, por otro lado, para que el pue­blo se hubiese aceptado como mal menor la Constitu­ción sin deseos significativos de derogarla o reformarla. Por­que la se­para­ción de poderes siempre ha sido sospechosa, y nunca la tole­ran­cia ha sido la pauta; ni por parte de los gobier­nos ni por parte de la justi­cia. Sólo han sido tolerantes ambos con quienes no debían serlo: con los abusadores del poder y con los forajidos de traje y cor­bata.

En estas condiciones, aunque nunca las leyes en sí mismas son la solución, porque la solución viene de la catadura de quienes las inter­pretan y aplican, la reforma de la Constitución que intro­duzca el Estado Fede­ral y a la larga o a la corta la posibilidad de la Re­pública como forma de Estado, es una asignatura tan pen­diente que, hasta que no sea realidad, será muy difícil que Es­paña viva con estabilidad y ver­daderamente en paz. Por eso Cata­lunya y la de­seable exhuma­ción de los restos del dictador se han convertido en otras más de las muchas cortinas de humo pro­vocadas para que en el fondo todo siga igual. Para que todo siga igual, si no es que eclosiona la oficial involución institucio­nal en los inminentes comi­cios a través del par­tido oficial de ul­traderecha, al que se adhiere como una lapa el que finge ser de centro pero es tan extremoso co­mo él, con la obse­cuencia y con­descendencia efectivas del partido mayoritario progre­sista que fue…
  

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