ATRIO
Parece que a ciertos políticos -algunos más y otros menos conocidos- les ha entrado la fiebre por construir muros. Barreras físicas que defiendan sus países de las “invasiones” de extranjeros que pueden derribar la paz (?), contaminar las esencias puras de sus naciones, copar puestos de trabajo y disminuir sus recursos sanitarios, educativos y asistenciales.
¿Quiénes son esos peligrosos asaltantes? Tienen algo en común: la desgracia de su pobreza. Huyen de la guerra, de la violencia, de la persecución, del hambre, de los males causados por el cambio climático.
¿Por qué son peligrosos? Según esos políticos xenófobos y los medios de comunicación que transmiten esos sentimientos de miedo, son criminales depravados, transmisores de drogas y enfermedades.
Cuando vemos fotografías de esas personas huidas que buscan un nuevo sitio para establecerse, contemplamos rostros famélicos, desencajados, de mujeres, niños, ancianos, adultos que han recorrido cientos de kilómetros para llegar a las puertas de países desarrollados donde esperan poder reconstruir sus vidas desgarradas. En sus caras se aprecia el dolor por lo que han dejado atrás, las tragedias amargas de ese éxodo a la inversa -que como dice José Joaquín Castellón “van buscando la solución de sus problemas en los países causantes donde precisamente se causan”-, las muertes de esos seres queridos y compañeros de infortunio en el mar o en desiertos.
¿A qué tienen, tenemos miedo? ¿A su pobreza, a su angustia, a tener que compartir lo que nos sobra, a que descienda nuestro nivel de vida? Si esos políticos que construyen muros, ponen concertinas, cierran fronteras, están en el poder, es porque les hemos votado. ¿No somos cómplices por nuestros votos, por nuestro silencio, de esa violación de Derechos Humanos, de ese saltarse a la torera las reglas del Derecho Internacional?
¿No hay en nuestras mentes y en nuestros corazones previamente otros muros que niegan la condición de seres humanos a esas personas? Esos muros son tan reales como los físicos. Los hemos ido levantando sin darnos cuenta, ladrillo a ladrillo, aferrados a nuestra cómoda existencia, negándonos a aceptar que nuestro estilo de vida, nuestro consumismo compulsivo, son concausa de esa inicua desigualdad.
¿Por qué vendemos armas a países desgarrados, donde se violan diariamente Derechos Fundamentales? ¿Para defender los beneficios de las empresas armamentísticas y los puestos de trabajo de ellas?
¿A qué esperamos para abrir vías seguras de traslado de esas pobres personas a nuestros países? ¿No acabaríamos así con esas mafias que trafican con su miseria y su desesperación?
Lo contrario de los muros son los puentes. Sirven para poner en contacto dos orillas alejadas. Conocemos personas y grupos que en el pasado fueron constructores de puentes, pontífices en su sentido etimológico. Haylos también hoy día. Facilitan el tránsito de personas, de mercancías, de ideas y culturas.
Debemos proclamar bien alto el derecho a NO emigrar. Que nadie tenga que verse obligado a abandonar su país. Pero cuando, circunstancias aciagas les impelen a ello, el derecho a emigrar, a buscar otro horizonte para sí y los suyos, no debe ser obstaculizado por nadie.
La bandera de la paz y la justicia que debemos enarbolar todas las personas de buena voluntad, exige el compromiso de construir puentes, físicos y mentales, nacidos de la conciencia de la unidad de la familia humana y de que TODOS somos descendientes de emigrantes. En esta vanguardia de levantar nuevos puentes, ¿no debemos estar quienes nos decimos seguidores del Maestro de Nazaret?
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