José M. Castillo, teólogo
En el relato de la pasión y muerte de Jesús, el evangelio de Juan recuerda un episodio tan humillante como elocuente. La primera bofetada que un guardia le pegó a Jesús, delante del sumo sacerdote Anás (Jn 18, 22). ¿Por qué semejante desprecio allí y en aquel momento? Sencillamente porque Jesús le dijo a aquel personaje sagrado que él había “hablado al mundo con libertad”; y no había “dicho nada en secreto” (Jn 18, 20). Aquí es importante destacar que el texto griego del Evangelio no utiliza la palabra “libertad”, sino el término “parresía”, que significa exactamente “libertad para decirlo todo” y sin callarse nada (“pán”, “résis”).
Está claro: Jesús no soportaba los secretismos y los ocultamientos. En la misma medida en que el tribunal sagrado no soportaba tampoco la libertad de quienes dicen toda la verdad, sin callarse nada en absoluto, aunque les cueste el cargo y la propia dignidad. Y (si es preciso) hasta la misma vida.
Si la Iglesia fuera fiel a esta conducta de Jesús, sin duda alguna, habría tenido que soportar, no una sino muchas bofetadas. Bastantes más de las que ya ha soportado. Así lo dejó dicho el propio Jesús (Mt 10, 16, 32 par). Más aún, Jesús llegó a decir: “Se acerca la hora en que todo el que os dé muerte se va a figurar que le da culto a Dios” (Jn 16, 2). Sin duda alguna, “la experiencia religiosa de todos nosotros ya no es de fiar, porque nos remite a la falsa religión” (T. Reuter, “El Dios falsificado”, Madrid, Trotta, 2011, 228).
¿Qué quiero decir con esto? Muy sencillo: cree en Dios el que no se calla ante el sufrimiento de los que son peor tratados por la vida y por los poderes públicos, sean del color que sean, ya sea que estén a la derecha, en el centro o a la izquierda.
Esto supuesto, lo que a todos nos tendrían que preocupar, sobre todo, son los silencios de la Iglesia. Los silencios del clero. Y los silencios de quienes decimos que somos creyentes en Cristo. Silencios en tantas cosas que claman al cielo. Pero ahora mismo – y sobre todo – en dos asuntos de enorme gravedad y de apremiante urgencia
Empezando por el silencio ante tantos y tantos escándalos clericales de “hombres de Iglesia”, que han abusado de menores. Abusos delictivos que las autoridades eclesiásticas han ocultado. Porque así lo imponía el Vaticano, para que el prestigio de la Iglesia no se viera dañado. Ha tenido que venir el papa Francisco, que ha “tirado de la manta”, para que todo se sepa y se haga justicia. Lo más penoso y preocupante es lo que este papa tiene que estar soportando, por la resistencia del clericalismo fanático, que no soporta la transparencia que ha dejado al descubierto la desvergüenza de no pocos sectores del mundo clerical.
Y para terminar, el otro silencio preocupante, que estamos viviendo en España y en otros países de Europa y América. Me refiero al silencio de obispos y clérigos, en general, que inexplicablemente se callan ante políticos y gobernantes que, con sus decisiones, son responsables del sufrimiento de miles y miles de criaturas inocentes, al tiempo que permiten y fomentan que el capital mundial se concentre, más y más cada día, en menos personas.
En el Evangelio quedó patente que Jesús no soportaba el sufrimiento de pobres, enfermos, marginados y extranjeros. Como tampoco soportaba el desprecio o la desigualdad de las mujeres. Las preocupaciones de nuestra Iglesia y nuestros obispos, ¿coinciden con las de Jesús? Una vez más queda patente que hablar con libertad es muy peligroso.
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