Este es un tema que merece, y prometo hacerlo, mejor y más amplio desarrollo.
Me refiero a lo siguiente: se tiene de pequeño, yo por lo menos lo tuve, una sensación de respeto y confianza por las personas con cargos relevantes, a quienes voy a llamar desde ahora revestidas de “excelencia”, maestros, sacerdotes, el alcalde del pueblo (el mío, Olite, es ciudad, y tiene su categoría), alguaciles, ministros, y no digamos los que ya por protocolo son oficialmente “excelencias”, como los obispos, cardenales, etc. Meto a todos en el mismo saco porque así los veía yo de pequeño. Ese reconocimiento casi automático infantil se incrementaba con la peculiar educación de la época franquista, en que cualquier autoridad la ejercía sin críticas ni cortapisas. ¡Cualquier uniformado te podía montar un pollo!
Así que aun de joven, con la estricta, pero muy buena, educación que recibimos en el noviciado y el escolasticado (estudios de filosofía y teología), esa tendencia al respeto y al reconocimiento de la “excelencia” en la autoridad, sobre todo en la Vida Religiosa (VR) y en la Iglesia, persistió, y se fue manteniendo mucho más tiempo del que se podría esperar, y, desde luego, del que sería de desear. Hasta que, ya bien metidos en la faena pastoral, uno pudo ir apreciando los puntos flacos, a veces, flaquísimos, de superiores, provinciales, generales, y otras altas autoridades. Pero voy a dejar de lado el tema de la VR, con las fuertes implicaciones de los votos, especialmente de obediencia.
Y me paso al mundo de la pastoral en la Iglesia, en general. Al mundo de los cardenales, obispos, vicarios, arciprestes, y todo el escalafón jerárquico eclesiástico, de arriba abajo o de abajo arriba. Sin excluir ningún escalón. (También sería ese asunto de amplia aplicación en la vida política civil, con la evidente miseria de muchos “excelentes”, pero el sistema de libre elección supone una posible corrección posterior). El caso es que en el mundo eclesiástico –excluyendo de él la VR- , en las altas esferas no conocemos otra elección que la de Papa, por los cardenales. Pero ésta se ve lastrada por una evidente endogamia, y en la Historia de la Iglesia ha habido papas deleznables, en muchos de los cuales la miseria ha tapado la posible excelencia debida al cargo.
Está demasiado, y sangrantemente claro, que en la Iglesia actual funciona con descaro el “dedómetro”, con todo lo que ello conlleva: subjetivismo, lucha por los favores de los que deciden, halagos y peloteo generalizados, pavor a quedar mal o a la crítica valiente hacia los más influyentes, desvío de las nobles actitudes que se debería suponer en un pastor, más preocupación por los mayorales que por las ovejas, ambiente enrarecido para la opinión clara, respetuosa pero valiente, terreno abonado para la adulación, la simulación y el enchufismo. El resultado es lo que yo llamo un alto índice, muchos más del deseado y previsible, de “miseria” en la Excelencia. ¡Ojo!, no digo pecado, que es inherente a la condición humana, sino a un tipo de pecado que debería ser impedido lo más posible por la propia Institución y sus reglas, pero que, desgraciadamente, es alentado e incentivado.
Y los últimos acontecimientos deleznables, desde el punto de vista moral, sociológico, psicológico, y no digamos, cristiano y evangélico, de tantos curas, obispos, arzobispos, y hasta cardenales, en los que queda patente, ridícula y grotesca la contradicción entre los títulos pomposos y rimbombantes, como excelencia, eminencia, reverendísima, y los comportamientos escandalosos, no solo inadecuados, sino hasta delictivos y execrables, que nos han sumido a todos, en la comunidad eclesial, en lodos de vergüenza y desolación. Y no me refiero exclusivamente a la lacra horrible e inaceptable desde todos los puntos de vista, de la pederastia, sino también a actitudes improcedentes de prelados, y ayudantes señalados, del tipo que he comentado en mi anterior blog, sobre el abuso del poder, que según la opinión de un obispo de la Baja Sajonia está ya instalado en el ADN de la Iglesia, y que yo me atrevo a corregir que no, que no se encuentra en la Iglesia, sino en aquella parte de la Iglesia en la que tratamos a sus miembros como excelentes, reverentes y eminentes, es decir, en la Jerarquía.
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