Jaime Richart, Antropólogo y jurista
Dicen que en los países comunistas no hay libertad…
Y tienen razón. En esos países la seguridad individual prima sobre la libertad individual, grupal y colectiva. Pero en todos los países donde la libertad prima sobre la seguridad, la injusticia social termina siendo estructural. En unos países más que en otros, desde luego. Pero en países escandalosamente atrasados en conciencia social como España, no se atisba que la evolución lleve el camino de ajustarse a la que han seguido los países de su mismo sistema.
En España los que mandan virtualmente desde siempre; esos que se van traspasando de siglo en siglo el poder económico y el político de unos a otros, que fueron capaces de hacer la guerra para impedir que otro régimen distinto del que existe se adueñe del país, parecen estar dispuestos a mantener la misma determinación: hasta hacer de nuevo la guerra. Pero la historia y el presente nos demuestran una y otra vez para qué quieren ellos esa libertad por la que dijeron luchar para que el comunismo no se enseñorease del país. Ellos quieren la libertad sencillamente para su exclusivo provecho, para saquear, para violarla, para sodomizarla, para destrozar las condiciones de vida más igualitarias deseables en una sociedad moderna…
Porque los que amamos realmente a la libertad, nos negamos a abusar de ella. Lo mismo que el amor que profesa un hombre cabal a una mujer empieza por anularse la intención de hacerla infeliz, y el amor de una mujer cabal a un hombre, lo mismo. Desde luego en España la injusticia social, el engaño y el abuso cunden por todas partes y están presentes en todos los ámbitos de la vida ordinaria: desde el modo de responder el Estado, la justicia y las instituciones al individuo común no privilegiado, hasta la manera de funcionar todo cuanto se relaciona con el ámbito comercial. El abuso y la trampa son las señas de identidad de esta caricatura de democracia que es la española…
En España hay tres clases de individuos en este aspecto. Los primeros son los legatarios, los herederos del espíritu inmovilista franquista, porque en esa esfera del poder conservan los mejores resortes: la banca, los medios, el Senado, los gobiernos civiles y la propia justicia… para ejercer su predominio. Los segundos son en general los hijos y nietos de los perdedores de la guerra civil, todos concentrados en un partido político también mayoritario cuyo espíritu conciliador y voluntarioso no está a la altura de su conciencia social que no ha progresado lo suficiente como para no caer a menudo en el mismo defecto que los otros, acaparador de ventajas y privilegios mantenidos por leyes previas (algunas promulgadas o consentidas por ellos), que tampoco muestran mucho interés en derogar o reformar. Y los terceros son los radicales, los dispuestos a cambiar el statu quo general de la sociedad española, la constitución, con la consiguiente supresión de los focos de la injusticia.
Pero son tal la fuerza, el ímpetu y la capacidad de maniobra en materia tramposa de los primeros, y tal la debilidad de los segundos hasta el extremo de incurrir a menudo en similares graves defectos de los primeros, que todo parece indicar que los terceros deberán esperar por lo menos otro siglo entero más para alcanzar las condiciones sociales, políticas y económicas existentes en los países del mismo sistema; países que, a su vez y para entonces habrán avanzado lo suficiente como para pensar que en ese momento ellos ya habrán ganado el cielo…
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