"No somos funcionarios de Dios". "Quizás la sociedad del bienestar nos tiene demasiado repletos, llenos de servicios y de bienes, y terminamos empachados de todo y llenos de nada; quizás nos tiene aturdidos o dispersos, pero no plenos". Como es habitual en sus viajes, Francisco quiso encontrarse con los sacerdotes, seminaristas y religiosos de Lituania, ante quienes invitó a estar atentos a los "gemidos" del pueblo, pero también, y sobre todo, a sus silencios.
"Mirándolos a ustedes, veo a tantos mártires, mártires anónimos", improvisó Francisco en su saludo. "Ni siquiera sabemos dónde han sido sepultados. También he saludado a alguno de ustedes, que ha sabido lo que es estar en prisión. No se olviden. Tengan memoria. Son hijos de mártires. Esta es su fuerza, que el espíritu del mundo no venga a decirles una cosa distinta de aquella que han vivido sus antepasados".
"Recuerden a sus mártires, aprendan de ellos, no tengan miedo", continuó, preguntándose cómo se podría introducir la causa de canonización de estos mártires. "Es un consuelo la preocupación de tantos aquellos que nos han dado el testimonio. Son santos". "No se olviden de los primeros días, no se olviden de sus antepasados", concluyó su primer saludo improvisado.
En el discurso que tenía preparado para los consagrados en la catedral de Kaunas, el Papa subrayó la importancia de "escuchar la voz de Dios en la oración", que "nos hace ver, oír, conocer el dolor de los demás para liberarlos". "Pero también -advirtió- nos debe impactar cuando nuestro pueblo ha dejado de gemir, ha dejado de buscar el agua que sacia la sed. Es un momento también para discernir qué puede estar anestesiando la voz de nuestra gente".
Un llamado a estar atentos a los signos de los tiempos, pero también a no perder las raíces, y escuchar a los ancianos. Los religiosos que han padecido la persecución, el martirio y el silencio, y que son memoria viva de la Iglesia lituana. "La violencia ejercida sobre vosotros por defender la libertad civil y religiosa -dijo a los más mayores-, la violencia de la difamación, la cárcel y la deportación no pudieron vencer vuestra fe en Jesucristo, Señor de la historia".
Por eso, añadió, "tenéis mucho que decirnos y enseñarnos, y también mucho que proponer, sin necesidad de juzgar la aparente debilidad de los más jóvenes". Y vosotros, dijo, dirigiéndose a los más jóvenes, "cuando ante pequeñas frustraciones que os desalientan tendéis a encerraros en vosotros mismos, a recurrir a estilos y diversiones que no están acordes con vuestra consagración, buscad vuestras raíces y mirad el camino recorrido por los mayores".
Porque, añadió, "son precisamente las tribulaciones las que perfilan los rasgos distintivos de la esperanza cristiana, porque cuando es solo una esperanza humana podemos frustrarnos y aplastarnos en el fracaso. No sucede lo mismo con la esperanza cristiana, ella sale más nítida, más aquilatada tras pasar por el crisol de las tribulaciones".
"Somos nosotros, hombres y mujeres de especial consagración, los que nunca nos podemos permitir perder ese gemido, esa inquietud del corazón que solo encuentra descanso en el Señor", recalcó Bergoglio, quien animó a no perder la oportunidad de "un diálogo cotidiano con el Señor por medio de la oración y la adoración".
Ello implica contemplar "las necesidades insatisfechas de nuestros hermanos más pobres, ante la ausencia de sentido de la vida de los más jóvenes, la soledad de los ancianos, el atropello al mundo creado". Un gemido que "busca organizarse para incidir en el acontecer de una nación, de una ciudad; no como presión o ejercicio del poder, sino como servicio".
¿Qué espera el pueblo de sus pastores? "Un delicado discernimiento, organizarnos, planificar y ser audaces y creativos en nuestros apostolados", respondió Francisco. "Que nuestra presencia no esté entregada a la improvisación, sino que responda a las necesidades del pueblo de Dios y sea así fermento en la masa".
"Es cierto que estos son otros tiempos y vivimos en otras estructuras, pero también es cierto que esos consejos son mejor asimilados cuando los que han vivido esas experiencias duras no se encierran, sino que las comparten aprovechando los momentos comunes", insistió el Papa, quien animó a "ser conscientes de que la historia vivida es raíz para que el árbol pueda florecer".
Y no olvidarse de mirar a Dios, "Por último, mirar a Cristo Jesús como nuestra esperanza significa identificarnos con él, participar comunitariamente de su suerte", se convierta en un "nosotros" que "integra, pero también supera y excede el "yo"; el Señor nos llama, nos justifica y nos glorifica juntos, tan juntos que incluye a toda la creación".
"Este es el desafío, que nos urge, el mandato a evangelizar", y hacerlo juntos, pues "el Espíritu Santo nos reúne, reconcilia nuestras diferencias y genera nuevos dinamismos para impulsar la misión de la Iglesia".
Volviendo a improvisar al término de sus palabras, el Papa lamentó "cuántos sacerdotes tristes, que no están enamorados del Señor". "Por favor, cuando se encuentren tristes, deténganse, y busquen un sacerdote, o una religiosa, sabios. No sabios que se hayan graduado en una universidad de prestigio, sino porque han sido capaces de andar hacia adelante en el amor".
"Vayan a pedir consejo, porque cuando comienza esta tristeza, podemos profetizar que si no se cura a tiempo, hará de ustedes personas sin carisma, hombres y mujeres que no sean fecundos, estériles. Así que tengan miedo de esta tristeza, porque la siembra el mal, la siembra el Diablo", concluyó, advirtiendo del riesgo de considerar "la vocación como un trabajo en una empresa".
Si es así, llegará el momento en que "se den cuenta de que han caminado por una senda equivocada". Porque, como repitió "la vida de un consagrado no es la de un funcionario, es la vida del amor y el celo apostólico de la gente". Un sacerdote así "abre la puerta, abre la oficina, y la cierra. Y no se acerca a la gente. Si ustedes no quieren ser funcionarios, les diré una palabra: cercanía, proximidad".
"¿Y si la gente no viene? Bueno, entonces, salgan a buscarla", señaló Francisco, llevándose la enésima ovación en un discurso que ha sido fuertemente aplaudido. "Vayan a buscarla. Pero los jóvenes hoy no vienen. Bueno, creen algo, inventen algo. Cercanía con la gente, y con el Señor en el Santísimo. El Señor los quiere pastores de pastores, y pastores del pueblo, y no quiere funcionarios".
También, en el confesionario. "Si no puedes darle la absolución, al menos dale un abrazo, estate cercano. Nunca echen a ninguno del confesionario. Díganle que no puede hacerlo así, que Dios le ama. Pongan cercanía. Esto es ser padre". "El confesionario no es el despacho de un psiquiatra, ni es un lugar para escarbar sobre otra gente... Por eso, queridos sacerdotes: cercanía para ustedes significa también vivir la misericordia".
Y, a las hermanas, "son muy buenas, pero algunas rumorean... Pregúntenle a alguna hermana de entrada, si tenía tiempo para rumorear cuando trabajaba en las cárceles. Por favor, ustedes son madres. Sean madres, son imágenes de la Iglesia y de la Virgen". "Y la madre Iglesia no es chismosa, no rumorea. Ama, sirve, hace crecer".
Discurso del Papa en la catedral de San Pedro y Pablo
Queridos hermanos y hermanas:
Toda la visita a vuestro país ha estado enmarcada en una expresión: "Cristo Jesús, nuestra esperanza". Ya casi al finalizar este día, nos encontramos con un texto del apóstol Pablo que nos invita a esperar con constancia. Y esta invitación la hace habiéndonos anunciado el sueño de Dios para todo ser humano, es más, para toda la creación: que «Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman» (Rm 8,28); "endereza" todas las cosas, sería la traducción literal.
Hoy querría compartir con vosotros algunos rasgos de esa esperanza; rasgos que nosotros -sacerdotes, seminaristas, consagrados y consagradas- estamos invitados a vivir.
En primer lugar, antes de invitarnos a la esperanza, Pablo ha repetido tres veces la palabra "gemir": gime la creación, gimen los hombres, gime el Espíritu en nosotros (cf. Rm 8,22-23.26). Se gime desde la esclavitud de la corrupción, desde el anhelo de plenitud. Y hoy nos hará bien preguntarnos si está presente en nosotros ese gemido, o por el contrario ya nada grita en nuestra carne, nada anhela al Dios vivo. El bramido de la cierva sedienta ante la escasez de agua debería ser el nuestro, en la búsqueda de lo profundo, de lo verdadero, de lo bello de Dios. Quizás la "sociedad del bienestar" nos tiene demasiado repletos, llenos de servicios y de bienes, y terminamos "empachados" de todo y llenos de nada; quizás nos tiene aturdidos o dispersos, pero no plenos. Somos nosotros, hombres y mujeres de especial consagración, los que nunca nos podemos permitir perder ese gemido, esa inquietud del corazón que solo encuentra descanso en el Señor (cf. S. Agustín, Confesiones, I,1,1). Ninguna información inmediata, ninguna comunicación virtual instantánea nos puede privar de los tiempos concretos, prolongados, para conquistar -de eso se trata, de un esfuerzo sostenido- un diálogo cotidiano con el Señor por medio de la oración y la adoración. Se trata de cultivar nuestro deseo de Dios, como escribía san Juan de la Cruz: «Procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Sea que coma, beba, hable con otros, o haga cualquier cosa, siempre ande deseando a Dios y apegando a él su corazón» (Avisos a un religioso para alcanzar la perfección, 9).
Ese gemido también brota de la contemplación del mundo de los hombres, es un clamor de plenitud ante las necesidades insatisfechas de nuestros hermanos más pobres, ante la ausencia de sentido de la vida de los más jóvenes, la soledad de los ancianos, el atropello al mundo creado. Es un gemido que busca organizarse para incidir en el acontecer de una nación, de una ciudad; no como presión o ejercicio del poder, sino como servicio. A nosotros nos debe impactar el clamor de nuestro pueblo, como a Moisés, a quien Dios le reveló el sufrimiento de su pueblo en el encuentro junto a la zarza ardiente (cf. Ex 3,9). Escuchar la voz de Dios en la oración nos hace ver, oír, conocer el dolor de los demás para liberarlos. Pero también nos debe impactar cuando nuestro pueblo ha dejado de gemir, ha dejado de buscar el agua que sacia la sed. Es un momento también para discernir qué puede estar anestesiando la voz de nuestra gente.
El clamor que nos hace buscar a Dios en la oración y adoración es el mismo que nos hace auscultar el quejido de nuestros hermanos. Ellos "esperan" en nosotros y precisamos, desde un delicado discernimiento, organizarnos, planificar y ser audaces y creativos en nuestros apostolados. Que nuestra presencia no esté entregada a la improvisación, sino que responda a las necesidades del pueblo de Dios y sea así fermento en la masa (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 33).
Pero el apóstol también habla de constancia; constancia en el sufrimiento, constancia para perseverar en el bien. Esto supone estar centrados en Dios, permanecer firmemente arraigados en él, ser fieles a su amor.
Vosotros, los de mayor edad -cómo no mencionar a Mons. Sigitas Tamkevicius- sabréis testimoniar esta constancia en el sufrir, ese "esperar contra toda esperanza" (cf. Rm 4,18). La violencia ejercida sobre vosotros por defender la libertad civil y religiosa, la violencia de la difamación, la cárcel y la deportación no pudieron vencer vuestra fe en Jesucristo, Señor de la historia. Por eso, tenéis mucho que decirnos y enseñarnos, y también mucho que proponer, sin necesidad de juzgar la aparente debilidad de los más jóvenes. Y vosotros, los más jóvenes, cuando ante pequeñas frustraciones que os desalientan tendéis a encerraros en vosotros mismos, a recurrir a estilos y diversiones que no están acordes con vuestra consagración, buscad vuestras raíces y mirad el camino recorrido por los mayores. Son precisamente las tribulaciones las que perfilan los rasgos distintivos de la esperanza cristiana, porque cuando es solo una esperanza humana podemos frustrarnos y aplastarnos en el fracaso. No sucede lo mismo con la esperanza cristiana, ella sale más nítida, más aquilatada tras pasar por el crisol de las tribulaciones.
Es cierto que estos son otros tiempos y vivimos en otras estructuras, pero también es cierto que esos consejos son mejor asimilados cuando los que han vivido esas experiencias duras no se encierran, sino que las comparten aprovechando los momentos comunes. Sus relatos no están llenos de añoranzas de tiempos pasados presentados como mejores, ni de acusaciones solapadas ante los que tienen estructuras afectivas más frágiles. La reserva de constancia de una comunidad discipular es eficaz cuando sabe integrar -como aquel escriba- lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13,52), cuando es consciente de que la historia vivida es raíz para que el árbol pueda florecer.
Por último, mirar a Cristo Jesús como nuestra esperanza significa identificarnos con él, participar comunitariamente de su suerte. Para el apóstol Pablo, la salvación esperada no se limita a un aspecto negativo -liberación de una tribulación interna o externa, temporal o escatológica- sino que el énfasis está puesto en algo altamente positivo: la participación en la vida gloriosa de Cristo (cf. 1 Ts 5,9-10), la participación en su Reino glorioso (cf. 2 Tm 4,18), la redención del cuerpo (cf. Rm 8,23-24). Entonces, se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno. Porque no hay nadie que nos conozca ni nos haya conocido con tanta profundidad como Dios, por eso él nos destina a algo que parece imposible, apuesta sin posibilidad a equivocarse a que reproduzcamos la imagen de su Hijo. Él ha puesto sus expectativas en nosotros, y nosotros esperamos en él. Un "nosotros" que integra, pero también supera y excede el "yo"; el Señor nos llama, nos justifica y nos glorifica juntos, tan juntos que incluye a toda la creación. Muchas veces hemos puesto tanto énfasis en la responsabilidad personal que lo comunitario pasó a ser un telón de fondo, solo un ornamento. Pero el Espíritu Santo nos reúne, reconcilia nuestras diferencias y genera nuevos dinamismos para impulsar la misión de la Iglesia (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 131; 235).
Este templo en el que nos reunimos, el de San Pedro y San Pablo, tiene sobre nosotros una lámpara en forma de barca. Ambos apóstoles fueron conscientes del tesoro que se les había dado, ambos fueron invitados a «ir mar adentro» (Lc 5,4). En esta barca estamos todos, intentando siempre clamar a Dios, ser constantes en medio de las tribulaciones y tener a Cristo Jesús como el objeto de nuestra esperanza. Y esta barca que es la Iglesia, reconoce en el centro de su misión el anuncio de esa gloria esperada, que es la presencia de Dios en medio de su pueblo, en Cristo Resucitado, y que un día, anhelado por toda la creación, se manifestará en los hijos de Dios. Este es el desafío que nos urge: el mandato a evangelizar. Es la razón de ser de nuestra esperanza y de nuestra alegría. Y hoy ese mar serán "los escenarios y los desafíos siempre nuevos" de esta Iglesia en salida. Es necesario volver a preguntarnos: ¿qué nos pide el Señor? ¿Cuáles son las periferias que más necesitan de nuestra presencia para llevarles la luz del Evangelio? (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 20).
Si no, ¿quién podrá creer que Cristo Jesús es nuestra esperanza? Solo nuestro ejemplo de vida dará razón de nuestra esperanza en él.
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