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sábado, 7 de julio de 2018

El deseo satisfecho y el que nunca se sacia


José M. Castillo, teólogo

Castillo1El último de los diez mandamientos, que Dios le impuso a su pueblo en el monte Sinaí, prohíbe el deseo de apropiarse lo ajeno: “No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni sus propiedades, ni su casa, ni su asno…”. El que desea lo que es de otro, si no controla ese deseo, vive en el constante peligro de hacer suyo lo que no le pertenece. El respeto a los demás empieza en el control de las apetencias que nos empujan a quedarnos con lo que es propiedad de otro o de otros.
Esto es lo que explica por qué hay gente honrada. Y por qué hay tantos sinvergüenzas. El que pone sus deseos en sí mismo (vivir bien, pasarlo lo mejor posible, disfrutar de todo, etc.), ése será inevitablemente un peligro, quizá muy grave, para quien esté cerca de él. Por el contrario, el que orienta y centra sus deseos en el bien y la felicidad de los demás, en defender los derechos de quienes están a su alcance, ése es y será siempre una buena persona, un manantial inagotable de paz, de alegría y de esperanza.
Todo esto es tan obvio, tan evidente y hasta tan elemental, que no necesita – en principio – más explicaciones. Sin embargo, con lo dicho no hemos tocado nada más que la superficie del problema. Porque hablar del “deseo” es hablar de la raíz de todas las conductas, desde las más ejemplares hasta las más indeseables. Por eso, al tratarse de una realidad tan enorme y tan diversa, me voy a fijar aquí en una cuestión, en la que casi nunca pensamos, y que sin embargo es fundamental.
Me refiero a los deseos que normalmente se satisfacen. Y a los que, por el contrario, difícilmente se logran saciar. En seguida se entenderá por qué hablo de este asunto. Y la importancia que entraña.
Los deseos, que brotan de necesidades biológicas, en condiciones normales, pueden encontrar plena satisfacción. Valgan como ejemplo la alimentación o el sexo. Encontrar en la vida personas que, en estos dos ámbitos tan elementales de la vida, se sienten y viven satisfechos, son ámbitos de la vida en los que no es extraño encontrar personas que tienen sus deseos básicamente saciados.
Otra cosa es si hablamos de los deseos que brotan de problemas que nos crea, no ya la naturaleza, sino la sociedad. Estoy pensando, por poner dos ejemplos, en la riqueza o en el honor. Nadie duda que, con la llamada “civilización” (tres mil quinientos años a. C.), nació el poder vertical, la desigualdad económica, las honores que distinguen a unos seres humanos de otros, las jerarquías (religiosas y civiles), que distinguen a unos con detrimento de otros. Y así sucesivamente.
Ahora bien, así las cosas, nos llama la atención un hecho que estamos viendo todos los días. Las religiones se suelen organizar y gestionar de manera que tienen comportamientos represivos en deseos que brotan de la naturaleza. Por ejemplo, el sexo. Al tiempo que sintonizan y asumen comportamientos permisivos en el turbio mundo del deseo que fomenta el poder, las jerarquías y los honores. Lo que asocia a las religiones y sus dirigentes con los sectores mejor situados en cuanto se refiere a la riqueza y la gestión de privilegios, dignidades y distinciones.
¿No estará todo esto en la base del rechazo que hoy siente tanta gente ante las religiones y sus jerarquías? En cualquier caso, me parece que todo esto explica el conflicto mortal que, según los evangelios, llevó a Jesús a la muerte humillante que cerró su vida en este mundo. Como también se me antoja que estas motivaciones inexplicables son las que ahora llevan a tantos “hombres de Iglesia” a rechazar y hasta odiar al Papa Francisco. Sea lo que sea, con quien no estoy de acuerdo es con el obispo de Alcalá, Mons. Reig.

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