La frase es de Juan Pablo II y constituye la severa respuesta pontificia a la hecatombe que en el año 2002 se registraba en Estados Unidos, con la explosión de casos de pederastia. En ese contexto, Juan Pablo II convocó a un encuentro interdicasterial con los cardenales de Estados Unidos, reuniendo a 24 cardenales y obispos.
Al concluir dicho encuentro, el 23 de abril de 2002, el Papa dirigió un discurso donde manifestó aquella expresión, que ha quedado grabada en la memoria eclesial como una severa advertencia para los abusadores.
La frase literal dice: “La gente debe saber que en el sacerdocio y en la vida religiosa no hay lugar para quienes dañan a los jóvenes.”
Dicha sentencia vuelve a tomar especial actualidad, con el reciente encuentro que el Papa Francisco ha tenido con los obispos chilenos, donde la jerarquía episcopal ha sido severamente responsabilizada por su negligente y culposa actuación frente a crímenes intolerables. Ello porque cabe esperar, como ya ha comenzado a ocurrir, que muchísimos más casos comiencen a hacerse públicos, en Chile y en el mundo.
La advertencia que Juan Pablo II hizo a los abusadores, en la actualidad debiera comprometer también a los superiores por su negligente actuación en la protección de las víctimas, como por complicidad y encubrimiento.
Un año antes del encuentro del Papa con los cardenales estadounidenses, la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida entonces por el cardenal Ratzinger, había actualizado los procedimientos canónicos para el tratamiento de estos crímenes. Posteriormente en el año 2010, el Papa Benedicto XVI los modificó, incorporando otros delitos y ampliando el plazo de prescripción canónica de diez a veinte años.
Los efectos prácticos de esos cambios normativos derivan en lo que el Código de Derecho Canónico tipifica como la pena más severa que puede afectar a un abusador, cual es la “pérdida del estado clerical”. Al respecto, el anterior Código de Derecho Canónico (modificado en 1983) definía dicha sanción como “reducción al estado laical”.
Cuando Juan Pablo II enunció aquella advertencia, que no hay lugar en el clero para los abusadores, tenía presente aquella sentencia canónica de la “reducción al estado laical”. Dicha frase nunca ha sido cuestionada y ha sido asumida como una tautología irrefutable.
Sin embargo, éste es el momento oportuno para expresar, con gravedad, que esa frase contiene un error eclesiológico profundo. Sí, porque lo que la Iglesia establece con ello, es que la inmundicia que genera tal sanción dentro del clero, debe ser castigada con el ejercicio de la vida laical para quien lo realiza.
Entonces es urgente recordar hoy, al Papa Francisco, que el laicado no es el vertedero de los criminales de la Iglesia.
En la práctica hay que proscribir de la documentación y del lenguaje eclesial esa frase, que se repite con demasiada insistencia, porque la misma es una expresión colegiada de la jerarquía, que ofende y que se constituye en una forma sutil de abuso de poder contra el laicado.
Ser laico o laica en la Iglesia no es un castigo, es una dignidad maravillosa en la que Dios puso todas las potencialidades de la vida humana, con el anhelo de su plena realización. La inmundicia de la Iglesia no es patrimonio del laicado, afortunadamente porque al ser marginados de las decisiones de la Iglesia, el laicado ha salido indemne de esa culpa.
Sin embargo, es oportuno recordar la historia de la sucesión apostólica, donde uno de los doce, ungido por Jesucristo como apóstol (hoy sería obispo), faltó gravemente a la confianza del Maestro, vendiéndolo por treinta monedas de plata.
Desde ahora, es indudable que la alta jerarquía tiene un nuevo problema a resolver, porque de esto se derivan responsabilidades institucionales, fundamentales e ineludibles, con ese clero que ha corrompido su vocación sacerdotal y religiosa.
Mientras tanto, el laicado seguirá ejerciendo su vocación, desde ese servicio silencioso, fecundo y permanente, en los más variados ámbitos de la vida humana.
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