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viernes, 22 de junio de 2018

La política como espectáculo

Redes Cristianas
Jaime Richar, Antropólogo y jurista
En España el espectáculo de la política, interpretado por actores mediocres y ordinariamente agigantado por prensa, radio y televisión, ha de resultar bochornoso para la ciudadanía medianamente formada y atenta. Y ello, no sólo porque demasiados políticos han hecho de su oficio un mecanismo de depredación; no sólo porque las accio­nes personales o políticas de otros ponen en evidencia la es­casa ética del político en general; no sólo porque la orato­ria que decora el diálogo de todos los parlamentos del mundo carece por lo común en España de una mínima elocuencia; no sólo por las imposturas, los renuncios, la trai­ción de los líderes a sus postulados personales o ideoló­gicos, unos más y otros menos en función de su ambi­ción y expectativas; no sólo, en fin, porque el incum­plimiento de promesas hechas en sus mítines y el engaño a sus votantes, nada de ello ocasional ni esporádico ni es­pecífico de un solo partido, fuerzan a la ciudadanía a respi­rar una cotidiana atmósfera de escándalo que con frui­ción los medios de comunicación atizan y explotan sin descanso…
En otros países calmos, seguramente habrá también en la política corrupción y engaños: el ser humano, el político y la sociedad de la que proceden son éticamente endebles por definición. Pero son, aquí sí, casos muy aislados y gene­ralmente de poco fuste en comparación con los incon­tables casos españoles. Pero sobre todo son de escaso im­pacto en la población que no por ellos, que se sepa, sufre penurias significativas. El bochorno allí suele ser circunstan­cial y pasajero, pues todo suele saldarse pronto con una dimisión. En esos países europeos a los que nos mi­ramos como en un espejo, de pronto un buen día sabe­mos del plagio de un político desaprensivo, de las andan­zas de un gobernante corrupto o de la traición de un desca­rriado. La noticia salta a todos los periódicos, radios y televisiones del planeta. Pero transcurrido un tiempo, todo el mundo lo olvida y pasa a la normalidad.
En España, en cambio, llevamos al menos diez años sin re­poso de escándalo en escándalo. La malversación, el ne­potismo, la prevaricación y los delitos tributarios se enseño­rean de los juzgados, de las denuncias, de las tertu­lias, de los mentideros… Y es que es tan inevitable como palpable que la historia de las naciones decide. Y la histo­ria de los últimos 100 años en España -guerra civil, dicta­dura y Transición maquinada incluidas- aparte los hechos sangrientos de toda la historia anterior, es lo bastante dife­rente de la historia de esos países europeos como para sen­tencia y sin temor a equivocarnos, la gran distancia en ética y en voluntad de convivencia estable y pacífica que media entre esos países y España. Pues no es lo mismo haber sufrido dos guerras mundiales casi conse­cutivas con toda suerte de vicisitudes dramáticas y trági­cas entre ex­tranjeros, que una guerra intestina en el mismí­simo siglo XX librada entre millones de españoles for­zados a convi­vir bajo una bandera que en la historia sólo ha represen­tado a los poderosos y a las clases sociales más favorecidas por sí mismas, sin haberse cicatrizado to­davía las profun­das heridas de aquella guerra.

Así es cómo ya sabemos dónde se aloja la verdadera causa antropológica de nuestro retraso respecto a la Eu­ropa Vieja: en la historia, en el destino, en la fatalidad y en una férrea voluntad reaccionaria permanente en la gober­nanza, contagiada ahora incluso a quienes hace treinta años abanderaron entusiasmados la causa de la pro­gresía…

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